20 de septiembre de 2019

NUNCA -NADA- SERÁ SUFICIENTE

(dos historias para un mismo cuento. Segunda Parte) 


II


Los embotellamientos seguían a giro de rueda en las avenidas grandes, ya te lo imaginas. Las ventas continuaron en el mínimo establecido y las luces navideñas ya adornaban las fachadas de la ciudad; puedes quedarte durante horas viendo cómo prenden y apagan, así nada más, como embrujado. Serían las cinco de la tarde cuando noté que el cielo se oscureció y el ambiente se hizo raro: el alumbrado público se encendió llenando las calles de una tranquilidad muy parecida a la que brota después de una gran fiesta. Como no quería regresar a la oficina, me metí al bar del Sanborns. Me gustan ¿puedes creerlo? Son caros, sin embargo, me gustan porque es como si te exigieran dejar fuera todas tus expectativas, allí dentro nadie tiene voluntad ni siquiera para pedirte la hora. Es un buen lugar para sentarse a beber sin cordialidades falsas, sin ilusiones; hasta eso que me llamó la atención un tipo ya viejo de gabardina que, sentado al fondo, le daba la espalda al salón y sin despegar la mirada de la pared, tomaba pequeños tragos a una Negra Modelo. “¡De eso se trata chinga, de olvidarlo todo!”, pensé, mientras la chica del teclado tocaba de nuevo Almohada.

Como a las siete pensé que ya podía aguantar cualquier clase de conversación, así que regresé a la oficina; en la entrada encontré a Romo y me dijo que apenas salimos en la mañana, el Jefe se fue a Tequesquitengo con Amalia -ellos traían onda desde hacía meses- y que ya no iba a regresar; recuerdo que llevaba el cuadro que le di, ¿te acuerdas?, en el intercambio de broma. Qué bueno que ya lo vas a echar a la basura porque parece que tiene algo interesante, pero en realidad es feo, le comenté, como de mal gusto se me hace. Me respondió con un gesto raro y se fue. Como en cualquier viernes de quincena, el edificio estaba casi vacío, aunque en nuestro departamento seguían Adrián, el Zapata, Lupita y Salvador, que ya se habían tomado un montón de cervezas y estaban destapando el ron, antes de que se descongelaran los hielos. Me senté para ponerme a nivel y alcanzarlos porque apareció ese dolor de cabeza de cuando has tomado poco; y, además, ya sabes que es horrible ser el único en su santo juicio si todos ya se pusieron a tono.
Era cumpleaños de Adrián y quería fiesta, así que convenció a las de trabajo social para que vinieran a tomarse la botella con nosotros, aunque poco antes de las diez dijeron que se iban a una fiesta de la universidad; tratamos de convencerlas de que se quedaran, luego les propusimos acompañarlas y nos dijeron que no, que era cosa entre universitarios y se largaron preparadas para cogerse a cualquier chico listo, ya sabes a qué me refiero… a esa mediocre insistencia. Salvador y Lupita se encerraron en la bodega de insumos y para cuando salieron, habíamos decidido buscar un table-dance o un putero, claro que primero íbamos a pasar a una cantina para tomarnos algo mientras daba la hora en que se pone bueno el ambiente, además ya se nos había acabado el parque. En ese momento subió Don Nacho para decirnos que ya iba a cerrar el edificio y todavía estuvimos platicando con él un rato hasta que Lupita apareció con la noticia de que unos amigos suyos, que eran artistas, le llamaron para invitarla a una fiesta; preguntó si queríamos ir y a nosotros nos preció bien porque de cualquier forma buscábamos un lugar para estar al menos hasta la media noche. 
Nos acomodamos en la nave del Zapata y agarramos hacia el Eje central rumbo al Zócalo. Únicamente nos detuvimos para comprar cervezas y cigarros, y Adrián compró un Baraima; en la fila para pagar, un gordo borracho nos regaló unas cervezas antes de tirar las que traía bajo el brazo. Ya dentro del auto me puse a servir, adelante prendieron la radio y nos fuimos escuchando unas canciones culeras de pop en español, hasta que en una estación encontraron esa de los Stone Roses que te gusta “I don't have to sell my soul he's already in me. I don't need to sell my soul he's already in me…”, por supuesto, cantamos a todo volumen. La fiesta era a unas calles de Francisco I. Madero, en una vieja casa donde todos se dedicaban a cosas artísticas como el Hata Yoga o la defensa de los derechos más elementales de todo ser vivo y, por lo mismo, habían elegido ese sitio como centro de reunión de grupos eclécticos, emergentes y contraculturales, al menos eso nos dijo Lupita. Subimos las escaleras como al veinte para las once y atravesamos conversaciones sobre poetas desconocidos y editoriales independientes, sobre cómo el teatro agonizaba y resurgían las artes plásticas y el performance; igual hablaban de Málaga que de Río de la plata o Real de catorce, ya de mínimo; y esos cuates podían enumerarte los pueblos mágicos de aquí a Sonora. Nos sentamos y quizá ya estaba muy borracho para tener contemplaciones porque al tercer cover de Wish you where here en versión raeggae, les dije que era una mentada de madre y que se dejaran ya de tanta pendejada. Más tarde, como siempre pasa, empezaron las cumbias y con movimientos extraños salieron a bailar unas chavas con la mitad del cabello rapado, llenas piercing y tatuajes, que iban descalzas de aquí para allá haciéndose de porros y cubas; repartían besos y abrazos con mucho entusiasmo al mismo tiempo que contaban anécdotas y pasajes de sus aventuras en los espacios cutres del centro. Al final, serían casi la una de la mañana cuando Adrián y el Zapata se hartaron, me dijeron que nos fuéramos a la chingada de allí, que aprovecháramos para meternos a cualquier cantina de República de Bolívar ahora que todos los mamones parecían estar encerrados en esa casa. Nos despedimos de Lupita y Salvador que se quedaron hablando de las consecuencias de la normalización de la violencia en México y la deshumanización a través del discurso del Estado, y de cómo el arte podría liberarnos y pendejadas por el estilo. Antes de salir, insistimos en llevarnos a las chicas de cabello rapado, pero sus amigos no las dejaron, supongo que ya tenían preparadas sus camas; y no tuvimos de otra que largamos con nuestros propios honores. Para entonces se nos había bajado un poco, saqué los cigarros y los prendimos como haciendo tiempo para que la mugre de la calle nos indicara por dónde irnos. 
Habíamos dicho que una cantina estaba bien, lo cierto era que andábamos buscando algo más, algo que nos condujera hacia un límite que fuera determinante porque, de alguna manera, todos esos autonombrados artistas sí habían logrado aludirnos por nuestro horario de oficinistas y nuestras costumbres convencionales. Adrián estaba furioso, tenía semanas de haberse divorciado de Amalia y se resintió especialmente; se encaprichó con hallar a una mujer que lo acompañara durante su cumpleaños, nací a las siete de la mañana, para esa hora debo estar con alguien o ya me llevó la chingada”, nos dijo y se echó a caminar. Anduvimos por República de Brasil hasta llegar a la Plaza de la Constitución. De pronto, nos sentimos como forasteros, rodeados de turistas y drogadictos, en medio de chavos fiesteros que a esa hora saturaban las calles haciendo bullicio o fumaban afuera de los bares como dueños de un mañana que se venía encima sin darnos cuenta. En la Plaza del Zócalo brillaban los adornos navideños, las ganas de renovación, de segundas oportunidades que la gente saca del armario cada año. Corrí para abrazar por la espalda a Adrián que se había detenido a contemplar ese espectáculo de alegrías que se sentían algo forzadas. 
¿Te gustan linda?, mañana te compró algo así para adornar la casa, le dije con una risa desganada. Él miró de reojo y fue siguiendo el vapor que salía de mi boca y se perdía entre el smog y el resplandor del alumbrado público. Comprendimos entonces que los artistas nos habían robado algo de simpleza, que al jactarse de aquel talento suyo habían dejado en carne viva la rutina que los trabajadores, como nosotros, deben llevar a cabo para mantener apenas la esperanza de una buena vida. 

No mi amor, con que te dejes de embriagar me conformo, respondió con ademanes de señora y se me fue encima como si quisiera besarme, forcejeamos un poco y luego lo tomé por el cuello como en la lucha libre y así caminamos unos metros. Un anciano, que era en realidad un jirón de ser humano, se acercó a pedir un cigarro, decía palabras extrañas y frases inconexas, tirando miradas de éxtasis. No tenemos, compa, respondimos y el viejo quiso convencernos de que le diéramos un cigarro o unas monedas a cambio de la extraordinaria narración de su vida; el Zapata, que es un tipo de barrio y por lo mismo está harto de viejos apestosos con extraordinarias narraciones, lo hizo a un lado, no Don, nos cagan las vidas extraordinarias, le dijo ofreciéndole uno de sus cigarros sin filtro. Si fuéramos escuchando la vida de cada pinche viejo apestoso, qué puto sentido tendría todo esto, nos sonrió y dobló hacia 16 de septiembre. Un rato después entramos a Bolívar, pasamos a comprar cigarrillos y chicles y vimos desde afuera el Salón Corona, lleno de bebedores sociales y pendejos que no saben de qué se trataba eso de ir machacando la mente a trancazos de alcohol y humo. Más adelante, nos detuvimos frente al Dos Naciones y pasamos a la planta de arriba donde el conjunto musical recién empezaba su primer descanso. De inmediato sonó la rockolla y para cuando el Zapata asomó la cabeza por las escaleras, escuchamos la inconfundible voz de Juan Gabriel con Yo no sé qué me pasó y eso nos regresó el júbilo. Pedimos una Negra Modelo y una copa de Jack Daniel´s -en las rocas-, un Smirnoff y Cazadores con Coca. Los vasos y las canciones continuaron hasta que regresó el grupo. Adrián sacó a bailar a dos ficheras y luego hizo amistad con un tipo que dormitaba entre los brazos de una mujer más joven, aunque igualmente desgastada; el pobre diablo, de vez en cuando, despertaba para dar pequeños sorbos al largo vaso de Presidente o para que la mujer le sirviera. El Zapata salió a fumar y al regresar ya venía con Salvador, que parecía desencajado; pidió dos cubas de ron y casi se las tomó al hilo a pesar de que ya estaba muy dañado ¡Vamos a buscar unas putas!, dijo, todavía con el líquido escurriendo por la barbilla y Adrián entusiasmado se tomó su vodka. Pagamos y dejamos atrás Despedida con Bienvenido Granda. Encendimos un cigarro y nos metimos al auto; comenzó a caer un aguacero que te dejaba sordo. Y bueno, a dónde vamos, pregunté. Ahorita vemos, respondió Adrián, arrancó y anduvimos bebiendo por las avenidas de la ciudad, persiguiendo canciones en FM. 
Perdimos el rumbo sin darnos cuenta y los altos edificios iluminados dieron paso a calles ensombrecidas y luego quedaron nada más las sombras. Tan ocupados como estábamos en encontrar una vía, no percibimos que la radio se inundó de estática. En un crucero casi rural, donde sólo vimos pasar un perro esquelético, dimos vuelta a la izquierda y entre los árboles alcanzamos a distinguir una luz neón hacia la que Adrián se encaminó sin contemplaciones.
Detuvo el auto, bajamos y avanzamos unos metros sobre charcos de lodo y montones de piedras, hicimos a un lado la rancia cortina roja y entramos a una piquera donde la perrada se reunía para resanar cualquier grotesca excitación que se guardara en la vida cotidiana. Eso era un caldo de pellejos curtidos y fluidos malolientes, de vapores hechos de transpiración y sebo, donde las prostitutas llenas de liendres eran ya nada más esperma reseco y sangre tibia, donde los maricones de barrio esperaban a los hombres putos en los rincones sin luz o al lado de la zanja ocupada como baño; donde los travestis, que mendingaban orales para conseguir una jeringa, se maquillaban sobre la tierra que tenían pegada al rostro y se tambaleaban con las rodillas peladas o sangrando y los tacones orinados. Dónde los borrachos paraban de vomitar para chuparle las tetas y meterle el dedo a cualquiera con aliento femenino que pasara a su lado, donde los que hacían de meseros, cada cierto tiempo rompían narices y bocas para desocupar las mesas. Al fondo, una mujer de negro, casi anciana, mantenía intocables a dos muchachas pueblerinas que ofrecían su juventud a gran costo, porque era lo único que les quedaba. La decoración consistía en series navideñas de color rojo, colgadas en el techo de lámina, que prendían y apagaban lentamente: llegaban y se juntaban sobre la mesa del fondo donde la anciana de negro lo observaba todo con tranquilidad sórdida, como en una alucinación esquizofrénica, era algo perverso.
Sonaban los mismos corridos y las mismas canciones de banda en un estéreo al lado de la barra; cada tanto, Los cadetes de Linares les regresaba la euforia a esos desechos de personas. Se acercó un chavo para proponernos, por una aceptable cantidad, a las chicas del fondo y Adrián aceptó y se fue a negociar el precio. Los miré a lo lejos y con todo, el aspecto de la anciana contrastaba drásticamente con el lugar, con cualquier acontecimiento sucedido o por venir durante esa madrugada; ella, en sí, es una contradicción, pensé, de alguna manera ella contrasta radicalmente, incluso, consigo misma. Parecía haber vivido desde siempre, tanto que la acumulación de vejeces le hacía conocer cómo se manejaban las convenciones y, sin embargo, continuaba siendo una idiota; parecía que esto la había obligado a estilizarse, a contenerse y, al mismo tiempo, se le notaba cierta urgencia por suceder en el momento, urgencia que la arrojaba fuera de esas horas, como si le resultara imposible alcanzar cualquier aspecto bello de la vida y por lo mismo, se hiciera a lo vulgar, a lo obsceno, para sentir algún pulso en la carne.
Adrián se sentó a una de las muchachas en las piernas y bebieron sin detenerse. El Zapata sentó a la otra a su lado y de inmediato le metió la mano por debajo del pequeño vestido de plástico. Salvador bebió en silencio, quiso llorar, pero se quedó dormido en tanto yo miraba cómo se iba cuajando eso que fuera un caldo hirviendo; veía cómo la fascinación por la mujer de negro crecía en Adrián hasta salírsele por los ojos. No se trataba de fetichismos ni desviaciones de un pervertido, no era compulsión psicológica, se trataba únicamente de ese límite que andaba buscando para celebrar su nacimiento…
Desperté sin saber cuánto había dormido, los meseros fumaban piedra o cigarrillos en la barra y varias putas dormitaban con la cabeza sobre las heladas y agrietadas piernas de otras; la botella estaba por terminarse y el estruendo de Los ángeles negros en el estéreo había suplido al aguacero ¿Dónde está Adrián?, pregunté al Zapata que, escurrido sobre la silla, volteó para señalar hacia el fondo. Bajo débiles luces intermitentes, Adrián y la anciana bailaban abrazados, dando vueltas pesadamente como fuera de ritmo y, sin embargo, dentro de la música. No se miraban, sólo estaban girando lentamente. Desaparecían en la oscuridad y durante breves intervalos se pintaban de rojo y seguían bailando; esa discreción se convirtió, poco a poco, en nada más que una imagen temblorosa. Nadie les prestaba atención, se podía intuir que se trataba de un desprecio rutinario. Imperceptiblemente, la anciana rejuveneció y afloró esa urgencia de suceder a través de una juventud perfecta, de un atractivo y vulgar cuerpo que hacía relucir sus curvas en las sombras. Se reveló un cínico desenfado sexual, casi morboso, que hizo resplandecer a una hermosa jovencita que parecía ávida por cobrarse varias afrentas contra todo lo bueno y bello de la existencia. Terminaron de bailar, ella se acomodó el vestido y tomó su abrigo, caminó directo hacia la salida; pasó junto a nosotros y por un momento se disipó la peste. Hizo a un lado la cortina y el azul pálido de las primeras horas dejó ver lo enajenado y mezquino del lugar. De Adrián, únicamente quedó la imagen de un viejo decadente, vulgar y obsceno, como perteneciente a otro espacio que, momentáneamente, se pintaba de rojo y luego desaparecía. La transformación fue tan escueta y desencantada, tan hecha de banalidad, que nos provocó resignación en lugar de asombro. 
Antes de irse a sentar a la mesa del fondo, el último pulso de Adrián sobre su carne le alcanzó para decirnos, con un ademán de la mano, que nos largáramos. Levanté a Salvador y casi a rastras lo llevamos hasta el auto. El Zapata arrancó y por el retrovisor pude ver cómo el sol, apenas elevado, borraba del horizonte ese antro hecho con mendrugos de seres humanos. Serían alrededor de las seis y media cuando la señal en la radio volvió y nos dimos cuenta de que ya estábamos en el Distrito Federal. Un embotellamiento nos mantenía a giro de rueda, saqué dos cigarrillos, aplasté la cajetilla y los encendimos; aspiré profundo hasta sentir una punzada en el pecho y la garganta. Nada en la ciudad era diferente: las luces navideñas que adornaban las fachadas, prendían y apagaban incansablemente. Los focos en las entradas de las casas estaban aún encendidos. El cielo se había oscurecido y el ambiente se enrareció, como sucede cada fin de año.

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