(dos
historias para un mismo cuento)
I
Julia venía de quién sabe dónde. Llevaba tres meses en
la empresa y aunque se tenía santo y seña en su registro, era prácticamente una
desconocida, una sin rostro, una de esas nínfulas tardías que han perdido su
identidad a fuerza de desgaste, de pasar por tantos sitios dejándose
impunemente y, con todo, la juventud se le notaba hasta en los zapatos. Sin que
esto la amilanara y como si tuviera el tiempo en contra, para cuando se realizó
la cena de fin de año ya se había metido entre las piernas y etcétera, a un
gerente, tres ejecutivos, dos oficinistas (en rápidas visitas al comedor) e
incluso a un chico de servicio social, durante un tiempo extra en viernes. Las
anécdotas se convirtieron en chismes y estos en recipientes de deseos
insatisfechos que, por ofensa o ego, acrecentaron los números y las
motivaciones. “Es una putita” decían los compañeros en las charlas de cantina;
pero no es que bastara con estar presente para que Julia se decidiera a
entregarse.
Romo, que nada más de verla había sucumbido a esa
manipuladora docilidad que urge al espíritu masculino a convertirse en héroe rosa
de best-seller, sentía que su vida se iba a la mierda cada que algún compañero
rememoraba, desde la experiencia o la fantasía, su furtiva aventura con Julia;
y no tanto porque estuviera celoso o cayera en la peste de la envidia, más bien
por el hecho irrefutable de que estaba enamorado de ella y no podía hacer nada
al respecto. Sentía dentro de sí -muy a pesar suyo- que era posible rescatarla,
que debajo de esa atractiva y prosaica personalidad, de ese cínico desenfado sexual
y casi morboso uso del cuerpo, se ocultaba una hermosa mujer asustada frente al
desprecio que todo lo bueno y bello de la vida le hicieron desde siempre. Y
quizá tuviera razón de no ser porque la naturaleza de Julia carecía de
propósitos.
Cuando se le animaba a Romo para intentarlo con ella,
siempre respondió que algo vuelto tan común redundaba en un despropósito, pero
todo hombre sabe que cuando se trata de una muchacha linda y fácil, el
propósito es irrelevante; en todo caso, lo relevante son los motivos personales
que te convencen de no hacerlo. Romo sabía que su cursi percepción de las relaciones
le impedía ser tan lisonjero, en especial, luego de que todos sus amables
intentos de seducirla, a un nivel amoroso, habían fracasado miserablemente. Ella
tuvo la cordialidad de no contar nada porque sabía que los desprecios habían
sido más un ejercicio de disolución de la voluntad que un rechazo de carácter;
que la dignidad de Romo era como la burda reproducción de una pintura apenas
sostenida en la pared por la inercia de lo cotidiano. El juego se trataba de
llevarlo al límite y convertirlo en pura piel para el invierno.
Como es sabido, en una primera instancia la inmediatez
nos conduce a sobredimensionar los hechos, y luego el tiempo termina por
llenarlo todo con el polvo de la rutina; así, para cuando llegó la fiesta de
fin de año, el brillo de Julia había sido opacado por dos becarias y la más
reciente secretaria. A fuerza de burocracia, Romo aprendió a sobrellevar su
enamoramiento; no obstante, sentado frente a la computadora de su casa, con
varias latas de cerveza ya vacías, se preguntaba si todavía era posible un
rescate mutuo y si tendría el valor para sobreponerse a las circunstancias.
Al final de la fiesta de fin de año, cuando la
embriaguez había borrado ya cualquier gesto y sólo quedaron las ganas más
viscerales, la fragilidad de Julia encontró a Romo metido hasta el fondo de un
vaso de brandy barato. Olvidados por los compañeros de la oficina, luego de una
breve charla, pidieron un taxi y se marcharon. Esa madrugada la pasaron juntos
haciendo el amor hasta que cayeron en un sueño profundo. Más tarde ese día,
Romo hizo el recuento de imágenes que la borrachera no se había llevado y
encontró que, a pesar de todo lo impostado de su primer encuentro sexual, algo
de verdad quedaba revelado en esa cama desecha en dudas. El lunes, al saludarla,
supo de cierto que ella también estaba en el mismo tren de pensamiento, aunque
algunos vagones más adelante. Nada cambió realmente en cuanto al trato dentro
de la oficina, sin embargo, al cabo de unos meses la frecuencia de sus
encuentros hizo madurar lo casual y obligó a que Julia cediera, sin remilgos,
la supuesta fragilidad que él intuía en ella. Pronto, su intimidad se convirtió
en un secreto a voces, las voces en chisme y éste en referencia anecdótica. Pronto,
compañeros y jefes, ejecutivos y secretarias, ya sea por clasemediera moral
cristiana o por el mismo desgaste, se convencieron de que, sin bien era cierto
el pasado bastante cuestionable de Julia, se había vuelto una buena mujer; y
que, si él no se merecía algo así, por lo menos “el que por su gusto muere
hasta la muerte le sabe” …
Sin importar la insistencia de algunos, las recaídas
de Julia disminuyeron considerablemente hasta quedar sólo en rápidas miradas de
tonta complicidad y banas coqueterías. Como dictan las buenas costumbres entre
compañeros de cantina, se proscribió su persona de cualquier tipo de
conversación o tópico y cuando fue absolutamente necesario, se refirieron a
ella como “tu mujer” o “la chava del Romo”, sin poderse evadir todavía de
cierta incomodidad, como la que siente aquel que suelta una discreta carcajada
en medio de un velorio. Romo se hizo experto en evadirse de las alusiones hasta
que no hubo más remedio que borrar todo lo que implicara cierto pasado.
No hay amor sin acuerdos. No hay acuerdos sin
voluntad. Así que, pasado un año de su primera noche juntos, decidieron que no
tenía sentido esperar más y se casaron una mañana de diciembre en Amistad Cristiana, una iglesia y sala de
reuniones en Xoco. Julia no tenía
familia y Romo apenas veía a su único hermano, por lo que después de una
ceremonia llena de narraciones bíblicas (en un inconfundible acento argentino
que volvería loca a cualquier recién conversa), pasaron a un discreto festejo
entre compañeros de oficina y gimnasio, que concluyó con la noticia de que el
Jefe le regalaba a los recién casados -como viaje de luna de miel- una semana
en su casa de Tequesquitengo. Julia pensó que era excelente porque conocía el
lugar y era bonito y apacible.
A su regreso, la feliz pareja se estableció en una
pequeña casa en el barrio de Santo
Domingo, misma que Romo decoró: frente al sillón principal de la sala,
arriba de la televisión y al centro de la pared, colgó un cuadro que lo había acompañado
siempre desde que empezó a trabajar en la oficina; también le recordaba, especialmente,
el momento en que decidió que protegería a Julia de cualquier mal tiempo.
Los años y las crisis, los empleados y las pláticas de
cantina se sucedieron y durante unas vacaciones de Semana Santa, Romo esperaba
la llamada de una compañera de congregación que, desde el hospital, le
anunciaría la llegada de su tercer hijo. Acompañado de tres Pall Mall había pasado casi tres horas
en silencio, sentado en el sillón principal de la sala, mirando el cuadro
colgado por encima del televisor. Pensaba que lo tenía hace mucho y nunca lo
había observado con detenimiento; inexplicablemente, ahora le parecía que aparte
de la cotidianidad y el recuerdo de Julia metido con calzador, no le
significaba nada, porque además ignoraba cualquier asunto relacionado con el
arte y, para ser sinceros, hacía tiempo que le venía enfadando su presencia.
Apareció el urgido y molesto sonido del teléfono y así
continuó por varios segundos hasta que Romo por fin se levantó y, sin dejar de
observar el cuadro, tomó el auricular para escuchar que era niño, que había
pesado tantos kilos, que el parto había tenido tales complicaciones, pero que
los dos, mama e hijo, estaban fuera ya de peligro; que saliera de inmediato con
tales y tales cosas en la maleta. Romo colgó y se fue directo al montón de
cachivaches que tenía en la zotehuela para buscar su caja de herramientas, que
consistía en un par de desarmadores, dos pinzas y un martillo. Tomó este último
y arrastró una silla hasta llegar frente al televisor. Subió y encontró que la
burda reproducción colgaba sobre un clavo apenas sostenido por la inercia de lo
cotidiano.
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