29 de octubre de 2019

CADA NOCHE BAJO EL ÁRBOL ES EL FIN DEL MUNDO

A mis abuelas... A mi madre

De aquel día y de aquella hora, nadie sabe,
ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, 
sino sólo el Padre. Mateo 24, v 36

El día siguiente al fin de los tiempos el cielo estaba nublado, únicamente se escuchó el trinar de ocho canarios repartidos en dos jaulas y el maullar de tres gatos que jugaban antes de tomar una siesta. El rocío de la madrugada permaneció en las hojas y pétalos de flores y plantas que, en grandes macetones, hacían una larga fila debajo de los ventanales. El patio estaba lleno de ramaje del enorme pino que atravesaba la cocina, sin embargo, el día siguiente al fin de los tiempos no hubo viento que lo dispersara; el agua de las piletas siguió fría y, a veces, cuando una gota caía en ella, hizo ondulaciones discretas y luego siguió vibrando, aunque ya no era su materia lo que vibraba. Los relojes, que estaban atrasados, marcaron la hora; el sonido de los segunderos no se perdió, por el contrario, se hizo robusto porque no había segundos ni horas, el tiempo al fin se había desvanecido. Y si uno se fijaba detenidamente, aún se podía ver a las hormigas, ir y venir, juntando provisiones para el invierno, sin percatarse de que las fechas y las estaciones, los años y los días, habían desaparecido.

El día siguiente al fin de los tiempos, el tío Miguel se levantó, se vistió y tendió su cama. Fue a lavarse el rostro, el cuello y las manos; se peinó cuidadosamente su ya escaso cabello, saco la bolsa de croquetas, tomó la escoba y el recogedor, abrió todas las ventanas y antes de sacar, limpiar y colgar las jaulas de los canarios, antes de salir a barrer y lavar el patio, antes de darle de comer a los gatos y cambiarles el agua, se prometió que apenas terminara, pondría todos los relojes en la hora exacta.

El día siguiente al fin de los tiempos, Don Manuel se levantó, se vistió con los dos pantalones y los dos suéteres que siempre usaba y se calzó las botas. Encendió la consola, no pudo sintonizar nada y pensó que, al fin, después de tantos años se había descompuesto, así que dejó la casa en silencio. Puso a calentar agua, lavó los trastes del día anterior, los secó y los acomodó de nuevo en la mesa; luego se entretuvo haciendo el desayuno: huevos estrellados, frijoles negros refritos hechos a mano con un poco de manteca, cebolla y rodajas de chile verde; pan y café de olla con leche.

El día siguiente al fin de los tiempos, la Señora Gloria se levantó, revisó su máquina de oxígeno y se dijo que pasado mañana tendría que cambiar de tanque. Fue a limpiarse el rostro, el cuello y las manos; peinó cuidadosa y tranquilamente su cabello, se puso las medias, el fondo y después la falda, la blusa de tela gruesa y el suéter de lana. Una palomita de San Juan entró a la habitación y se quedó inmóvil cerca de las veladoras, sobre el San Antonio que tenía en el pequeño altar improvisado, frente al espejo de la cómoda: Crucifijos, Trinidades y Estampillas de Santos, con Biblias y Rosarios e imágenes de Cristo y la Virgen María, que guardaban desde que eran jóvenes. Tendió la cama y se dedicó a doblar ropa (siempre había prendas por doblar sobre la cama), hasta que el desayuno estuvo listo. A veces, con las yemas de los dedos, se detenía a contemplar las carpetas que había tejido en las tardes de lluvia o durante las esperas largas en el seguro social. No recordó cuáles estaban adornando los sillones el día anterior, miró hacia el fondo, más allá del comedor, donde se encontraba la sala y no distinguió gran cosa, porque hacía tiempo que sus ojos ya no veían el mundo, más bien, lo suponían.

El día siguiente al fin de los tiempos, la Señora Gloria, Don Manuel y el tío Miguel, desayunaron huevos estrellados, frijoles negros refritos hechos a mano con un poco de manteca, cebolla y rodajas de chile verde, pan y café de olla con leche. Desayunaron en silencio porque habían tenido la vida entera para agotar las conversaciones casuales. Porque se sabían hasta mecánicamente sus malos humores, sus prejuicios, sus dolores e incluso aquello que podría ocasionarles guasa. Porque, a veces, con más o menos hijos, con nietos y bisnietos o solos como ahora, realizaron esta rutina por más de cuarenta años. Porque al paso del tiempo, luego de agotar las palabras en amenas y efusivas pláticas de sobremesa con la familia grande, que duraban hasta bien entrada la madrugada, comprendieron que el silencio era el estado natural de las emociones y los pensamientos; que darse a entender era un acto no de la lengua sino del instinto. Y, finalmente, porque aun cuando ellos no lo supieran, el vocabulario del mundo se había desvanecido el día siguiente al fin de los tiempos.

Cuando terminaron, abrió el cielo y Don Manuel levantó los trastes, los lavó de inmediato, metió la jarra de leche al refrigerador y encima la sartén con los frijolitos que habían quedado; dejó la olla de café en el centro de la mesa, recogió las migajas de pan y por la ventana las echó al patio para que los pajaritos silvestres bajaran a comérselas, pero ninguno vino. Después, fue a buscar sus herramientas y sacó de debajo de la escalera, de entre un montón de fierros viejos y pedacería de todo tipo, un banco de madera que llevaba quince días arreglando y en el patio se dedicó a ello, parando brevemente para dar un par de sorbos al aguardiente que escondía entre el mundo de chatarra que acumuló durante los varios empleos que tuvo, luego de ser liquidado por la fábrica de papel La Fama. 

Como en toda casa antigua, las ventanas eran grandes y los techos altos. A esa hora de la mañana el pino que atravesaba la cocina dejaba pasar el sol justo para llamarlo resolana, ésta caía agradablemente sobre un extremo del amplio sillón que habían comprado a un libanés en siete pagos; allí se sentó el tío Miguel y la gran gata blanca se echó en sus piernas mientras los dos machos dormían sobre la cornisa. La Señora Gloria fue a buscar las carpetas, las llevó a la sala para cambiar las que ya estaban y ayudándose con los dedos apreció cómo se veían; estuvo platicando con su tío sobre la gente de antes y de cómo el baldío se había convertido en un amasijo de casas sin sentido y proles descarriadas. Luego durmieron un poco, él sentado donde estaba y ella en el sillón de enfrente, como hacía pasando el mediodía. 

El sol caminó desde el zaguán de la entrada hasta los lavaderos y las nubes se fueron acercando. Los gatos maullaron sutilmente pidiendo su ración de croquetas y esto despertó al tío Miguel que olió cómo los frijoles refritos se recalentaban en la estufa. Gloría, anda, ya levántate que es la hora de la comida, dijo con su voz matizada por la edad, antes de salir para alimentar a sus mascotas. La Señora Gloria se levantó y camino hasta el comedor donde ya los esperaban un plato de sopa de fideo, tortitas de papa, frijoles recalentados y tortillas, además de agua de guayaba. Comieron apaciblemente, masticando lento pues eran tan pocos sus dientes; tratando de disfrutar cada bocado, no se percataron de que los minuteros al fin se habían detenido. El tío Miguel pidió otra tortita de papa y Don Manuel se la negó diciéndole que el dinero de su pensión le alcanzaba únicamente para dos, que si quería podía servirse más agua y echó una estruendosa carcajada que estremeció las taras del silencio; don Miguel enumeraba, entre rabietas, todas y cada una de sus aportaciones desde el día en que había entregado a su sobrina en la Iglesia para ser desposada; ella misma tomó las dos tortitas que sobraban, le sirvió una a su tío y se quedó con la otra. Se pelearon todavía un rato y para cuando las sombras borraron el reflejo del mundo en los espejos de la casa, ya hablaban de aquellas veces que las tías viejas venían de visita, de cómo y por qué murieron cada una, de todas las travesuras y cosas que hacían para defender el apellido en contra de vecinas o nueras, de cómo habían sido mujeres muy desgraciadas pasando de soldaderas a recoger fruta podrida, en el mercado de La Merced, para alimentar a sus hijos. Luego comentaron, como repaso habitual, que tenían que juntar el dinero para pagar la perpetuidad en el panteón y evitar que echaran los huesos de los familiares a la fosa común y también, para que ellos mismos tuvieran donde ser enterrados.

Antes de meter a los canarios, Don Manuel les cantó un breve lingo lilingo, aprovechó para cubrir con un plástico el banco que arreglaba y fumarse un Delicado sin filtro en tanto el último rastro de calor sobre la tierra se extinguía. Metió las jaulas y debajo de la tela polar las acomodó no sin antes asegurarse de que tuvieran agua limpia y suficiente alpiste para la noche. Los canarios revolotearon un par de veces y se quedaron quietos, acurrucados bajo sus diminutas alas. El tío Miguel cogió una cubeta llena de agua y fue regando las macetas, procurando mojar la mayor cantidad de hojas. Limpió el arenero de los gatos y espero cinco minutos a que uno bajara del improvisado techo de lámina sobre la pileta. Pensó que iba siendo hora de echar otro piso en el patio porque llevaban ya mucho tiempo andando sobre las mismas grietas. La señora Gloria cerró todas las ventanas para que no pasara la intemperie y encendió las amarillentas luces. Entraron todos y no hubo más afuera.

Calentaron de nuevo la olla del café y lo bebieron contemplando el vacío que se acrecentó desde que no regresaron sus hijos, los hijos de sus hijos ni los hijos de sus nietos. Creyeron que llovía, sin embargo, se trataba de las pequeñas ramas del pino que caían suavemente sobre la geometría del asbesto. El tío Miguel fue a su pequeñísima habitación, se desvistió colocando su marchitada ropa, perfectamente doblada, sobre una silla al lado de la cabecera y se metió a las cobijas. Uno de los gatos se acostó entre sus piernas y de inmediato se quedó dormido; el otro fue a meterse bajo su brazo y ronroneo con aprensión durante un rato hasta que lo venció el sueño. La gata se recostó como esfinge al borde de la cama con el rostro hacia la puerta de la entrada. Cerró los ojos, pero no estaba dormida. Frente a la cama, encima del ropero, una falsa vela emitía su débil luz roja, apenas alumbrando la representación del Ecce Homo.

Don Manuel se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada, apagó las luces y se fue a la cama, se quitó la ropa dejándola hecha bola en un rincón y comentó que le seguía molestando la pierna derecha; se pegó a la pared con las cobijas hasta el cuello y roncó como un bendito. La Señora Gloria se desvistió serenamente frente a su lámpara, regresó las carpetas tejidas a su lugar y se puso el salto de cama blanco y encima, un suéter tejido de lana. Se ocupó de doblar con cuidado su ropa, sacó el Rosario de la bolsa de su mandil y en seguida guardó todo en un cajón de la cómoda; durante algunos minutos se peinó mirándose el cabello con ojos prácticamente ciegos. Al recostarse, aunque tuvo alguna dificultad para respirar, no duró mucho, y después logró conciliar el sueño. La tenue luz de lámpara quedó encendida como todas las noches, porque nunca le agradó estar completamente a oscuras.

El día siguiente al fin de los tiempos todavía no terminaba y se nubló de nuevo. Ya no se escuchó el trinar de canarios repartidos en dos jaulas, ni el maullar de tres gatos que a esa hora soñaban; y el rocío del sereno aún no caía sobre las hojas ni los pétalos de flores y plantas; y no hubo viento que precipitara el ramaje del enorme pino sobre el patio; y aunque el agua de la pileta se enfrió, no había mano que lo verificara, que provocara en ella ondulaciones discretas, porque estaba dejando de ser materia. Y ya no hubo segundos ni horas, finalmente el tiempo no vibraba; y toda idea acerca de las fechas y las estaciones, de los años y los días, desapareció el día siguiente al fin de los tiempos.

20 de septiembre de 2019

NUNCA -NADA- SERÁ SUFICIENTE

(dos historias para un mismo cuento. Segunda Parte) 


II


Los embotellamientos seguían a giro de rueda en las avenidas grandes, ya te lo imaginas. Las ventas continuaron en el mínimo establecido y las luces navideñas ya adornaban las fachadas de la ciudad; puedes quedarte durante horas viendo cómo prenden y apagan, así nada más, como embrujado. Serían las cinco de la tarde cuando noté que el cielo se oscureció y el ambiente se hizo raro: el alumbrado público se encendió llenando las calles de una tranquilidad muy parecida a la que brota después de una gran fiesta. Como no quería regresar a la oficina, me metí al bar del Sanborns. Me gustan ¿puedes creerlo? Son caros, sin embargo, me gustan porque es como si te exigieran dejar fuera todas tus expectativas, allí dentro nadie tiene voluntad ni siquiera para pedirte la hora. Es un buen lugar para sentarse a beber sin cordialidades falsas, sin ilusiones; hasta eso que me llamó la atención un tipo ya viejo de gabardina que, sentado al fondo, le daba la espalda al salón y sin despegar la mirada de la pared, tomaba pequeños tragos a una Negra Modelo. “¡De eso se trata chinga, de olvidarlo todo!”, pensé, mientras la chica del teclado tocaba de nuevo Almohada.

Como a las siete pensé que ya podía aguantar cualquier clase de conversación, así que regresé a la oficina; en la entrada encontré a Romo y me dijo que apenas salimos en la mañana, el Jefe se fue a Tequesquitengo con Amalia -ellos traían onda desde hacía meses- y que ya no iba a regresar; recuerdo que llevaba el cuadro que le di, ¿te acuerdas?, en el intercambio de broma. Qué bueno que ya lo vas a echar a la basura porque parece que tiene algo interesante, pero en realidad es feo, le comenté, como de mal gusto se me hace. Me respondió con un gesto raro y se fue. Como en cualquier viernes de quincena, el edificio estaba casi vacío, aunque en nuestro departamento seguían Adrián, el Zapata, Lupita y Salvador, que ya se habían tomado un montón de cervezas y estaban destapando el ron, antes de que se descongelaran los hielos. Me senté para ponerme a nivel y alcanzarlos porque apareció ese dolor de cabeza de cuando has tomado poco; y, además, ya sabes que es horrible ser el único en su santo juicio si todos ya se pusieron a tono.
Era cumpleaños de Adrián y quería fiesta, así que convenció a las de trabajo social para que vinieran a tomarse la botella con nosotros, aunque poco antes de las diez dijeron que se iban a una fiesta de la universidad; tratamos de convencerlas de que se quedaran, luego les propusimos acompañarlas y nos dijeron que no, que era cosa entre universitarios y se largaron preparadas para cogerse a cualquier chico listo, ya sabes a qué me refiero… a esa mediocre insistencia. Salvador y Lupita se encerraron en la bodega de insumos y para cuando salieron, habíamos decidido buscar un table-dance o un putero, claro que primero íbamos a pasar a una cantina para tomarnos algo mientras daba la hora en que se pone bueno el ambiente, además ya se nos había acabado el parque. En ese momento subió Don Nacho para decirnos que ya iba a cerrar el edificio y todavía estuvimos platicando con él un rato hasta que Lupita apareció con la noticia de que unos amigos suyos, que eran artistas, le llamaron para invitarla a una fiesta; preguntó si queríamos ir y a nosotros nos preció bien porque de cualquier forma buscábamos un lugar para estar al menos hasta la media noche. 
Nos acomodamos en la nave del Zapata y agarramos hacia el Eje central rumbo al Zócalo. Únicamente nos detuvimos para comprar cervezas y cigarros, y Adrián compró un Baraima; en la fila para pagar, un gordo borracho nos regaló unas cervezas antes de tirar las que traía bajo el brazo. Ya dentro del auto me puse a servir, adelante prendieron la radio y nos fuimos escuchando unas canciones culeras de pop en español, hasta que en una estación encontraron esa de los Stone Roses que te gusta “I don't have to sell my soul he's already in me. I don't need to sell my soul he's already in me…”, por supuesto, cantamos a todo volumen. La fiesta era a unas calles de Francisco I. Madero, en una vieja casa donde todos se dedicaban a cosas artísticas como el Hata Yoga o la defensa de los derechos más elementales de todo ser vivo y, por lo mismo, habían elegido ese sitio como centro de reunión de grupos eclécticos, emergentes y contraculturales, al menos eso nos dijo Lupita. Subimos las escaleras como al veinte para las once y atravesamos conversaciones sobre poetas desconocidos y editoriales independientes, sobre cómo el teatro agonizaba y resurgían las artes plásticas y el performance; igual hablaban de Málaga que de Río de la plata o Real de catorce, ya de mínimo; y esos cuates podían enumerarte los pueblos mágicos de aquí a Sonora. Nos sentamos y quizá ya estaba muy borracho para tener contemplaciones porque al tercer cover de Wish you where here en versión raeggae, les dije que era una mentada de madre y que se dejaran ya de tanta pendejada. Más tarde, como siempre pasa, empezaron las cumbias y con movimientos extraños salieron a bailar unas chavas con la mitad del cabello rapado, llenas piercing y tatuajes, que iban descalzas de aquí para allá haciéndose de porros y cubas; repartían besos y abrazos con mucho entusiasmo al mismo tiempo que contaban anécdotas y pasajes de sus aventuras en los espacios cutres del centro. Al final, serían casi la una de la mañana cuando Adrián y el Zapata se hartaron, me dijeron que nos fuéramos a la chingada de allí, que aprovecháramos para meternos a cualquier cantina de República de Bolívar ahora que todos los mamones parecían estar encerrados en esa casa. Nos despedimos de Lupita y Salvador que se quedaron hablando de las consecuencias de la normalización de la violencia en México y la deshumanización a través del discurso del Estado, y de cómo el arte podría liberarnos y pendejadas por el estilo. Antes de salir, insistimos en llevarnos a las chicas de cabello rapado, pero sus amigos no las dejaron, supongo que ya tenían preparadas sus camas; y no tuvimos de otra que largamos con nuestros propios honores. Para entonces se nos había bajado un poco, saqué los cigarros y los prendimos como haciendo tiempo para que la mugre de la calle nos indicara por dónde irnos. 
Habíamos dicho que una cantina estaba bien, lo cierto era que andábamos buscando algo más, algo que nos condujera hacia un límite que fuera determinante porque, de alguna manera, todos esos autonombrados artistas sí habían logrado aludirnos por nuestro horario de oficinistas y nuestras costumbres convencionales. Adrián estaba furioso, tenía semanas de haberse divorciado de Amalia y se resintió especialmente; se encaprichó con hallar a una mujer que lo acompañara durante su cumpleaños, nací a las siete de la mañana, para esa hora debo estar con alguien o ya me llevó la chingada”, nos dijo y se echó a caminar. Anduvimos por República de Brasil hasta llegar a la Plaza de la Constitución. De pronto, nos sentimos como forasteros, rodeados de turistas y drogadictos, en medio de chavos fiesteros que a esa hora saturaban las calles haciendo bullicio o fumaban afuera de los bares como dueños de un mañana que se venía encima sin darnos cuenta. En la Plaza del Zócalo brillaban los adornos navideños, las ganas de renovación, de segundas oportunidades que la gente saca del armario cada año. Corrí para abrazar por la espalda a Adrián que se había detenido a contemplar ese espectáculo de alegrías que se sentían algo forzadas. 
¿Te gustan linda?, mañana te compró algo así para adornar la casa, le dije con una risa desganada. Él miró de reojo y fue siguiendo el vapor que salía de mi boca y se perdía entre el smog y el resplandor del alumbrado público. Comprendimos entonces que los artistas nos habían robado algo de simpleza, que al jactarse de aquel talento suyo habían dejado en carne viva la rutina que los trabajadores, como nosotros, deben llevar a cabo para mantener apenas la esperanza de una buena vida. 

No mi amor, con que te dejes de embriagar me conformo, respondió con ademanes de señora y se me fue encima como si quisiera besarme, forcejeamos un poco y luego lo tomé por el cuello como en la lucha libre y así caminamos unos metros. Un anciano, que era en realidad un jirón de ser humano, se acercó a pedir un cigarro, decía palabras extrañas y frases inconexas, tirando miradas de éxtasis. No tenemos, compa, respondimos y el viejo quiso convencernos de que le diéramos un cigarro o unas monedas a cambio de la extraordinaria narración de su vida; el Zapata, que es un tipo de barrio y por lo mismo está harto de viejos apestosos con extraordinarias narraciones, lo hizo a un lado, no Don, nos cagan las vidas extraordinarias, le dijo ofreciéndole uno de sus cigarros sin filtro. Si fuéramos escuchando la vida de cada pinche viejo apestoso, qué puto sentido tendría todo esto, nos sonrió y dobló hacia 16 de septiembre. Un rato después entramos a Bolívar, pasamos a comprar cigarrillos y chicles y vimos desde afuera el Salón Corona, lleno de bebedores sociales y pendejos que no saben de qué se trataba eso de ir machacando la mente a trancazos de alcohol y humo. Más adelante, nos detuvimos frente al Dos Naciones y pasamos a la planta de arriba donde el conjunto musical recién empezaba su primer descanso. De inmediato sonó la rockolla y para cuando el Zapata asomó la cabeza por las escaleras, escuchamos la inconfundible voz de Juan Gabriel con Yo no sé qué me pasó y eso nos regresó el júbilo. Pedimos una Negra Modelo y una copa de Jack Daniel´s -en las rocas-, un Smirnoff y Cazadores con Coca. Los vasos y las canciones continuaron hasta que regresó el grupo. Adrián sacó a bailar a dos ficheras y luego hizo amistad con un tipo que dormitaba entre los brazos de una mujer más joven, aunque igualmente desgastada; el pobre diablo, de vez en cuando, despertaba para dar pequeños sorbos al largo vaso de Presidente o para que la mujer le sirviera. El Zapata salió a fumar y al regresar ya venía con Salvador, que parecía desencajado; pidió dos cubas de ron y casi se las tomó al hilo a pesar de que ya estaba muy dañado ¡Vamos a buscar unas putas!, dijo, todavía con el líquido escurriendo por la barbilla y Adrián entusiasmado se tomó su vodka. Pagamos y dejamos atrás Despedida con Bienvenido Granda. Encendimos un cigarro y nos metimos al auto; comenzó a caer un aguacero que te dejaba sordo. Y bueno, a dónde vamos, pregunté. Ahorita vemos, respondió Adrián, arrancó y anduvimos bebiendo por las avenidas de la ciudad, persiguiendo canciones en FM. 
Perdimos el rumbo sin darnos cuenta y los altos edificios iluminados dieron paso a calles ensombrecidas y luego quedaron nada más las sombras. Tan ocupados como estábamos en encontrar una vía, no percibimos que la radio se inundó de estática. En un crucero casi rural, donde sólo vimos pasar un perro esquelético, dimos vuelta a la izquierda y entre los árboles alcanzamos a distinguir una luz neón hacia la que Adrián se encaminó sin contemplaciones.
Detuvo el auto, bajamos y avanzamos unos metros sobre charcos de lodo y montones de piedras, hicimos a un lado la rancia cortina roja y entramos a una piquera donde la perrada se reunía para resanar cualquier grotesca excitación que se guardara en la vida cotidiana. Eso era un caldo de pellejos curtidos y fluidos malolientes, de vapores hechos de transpiración y sebo, donde las prostitutas llenas de liendres eran ya nada más esperma reseco y sangre tibia, donde los maricones de barrio esperaban a los hombres putos en los rincones sin luz o al lado de la zanja ocupada como baño; donde los travestis, que mendingaban orales para conseguir una jeringa, se maquillaban sobre la tierra que tenían pegada al rostro y se tambaleaban con las rodillas peladas o sangrando y los tacones orinados. Dónde los borrachos paraban de vomitar para chuparle las tetas y meterle el dedo a cualquiera con aliento femenino que pasara a su lado, donde los que hacían de meseros, cada cierto tiempo rompían narices y bocas para desocupar las mesas. Al fondo, una mujer de negro, casi anciana, mantenía intocables a dos muchachas pueblerinas que ofrecían su juventud a gran costo, porque era lo único que les quedaba. La decoración consistía en series navideñas de color rojo, colgadas en el techo de lámina, que prendían y apagaban lentamente: llegaban y se juntaban sobre la mesa del fondo donde la anciana de negro lo observaba todo con tranquilidad sórdida, como en una alucinación esquizofrénica, era algo perverso.
Sonaban los mismos corridos y las mismas canciones de banda en un estéreo al lado de la barra; cada tanto, Los cadetes de Linares les regresaba la euforia a esos desechos de personas. Se acercó un chavo para proponernos, por una aceptable cantidad, a las chicas del fondo y Adrián aceptó y se fue a negociar el precio. Los miré a lo lejos y con todo, el aspecto de la anciana contrastaba drásticamente con el lugar, con cualquier acontecimiento sucedido o por venir durante esa madrugada; ella, en sí, es una contradicción, pensé, de alguna manera ella contrasta radicalmente, incluso, consigo misma. Parecía haber vivido desde siempre, tanto que la acumulación de vejeces le hacía conocer cómo se manejaban las convenciones y, sin embargo, continuaba siendo una idiota; parecía que esto la había obligado a estilizarse, a contenerse y, al mismo tiempo, se le notaba cierta urgencia por suceder en el momento, urgencia que la arrojaba fuera de esas horas, como si le resultara imposible alcanzar cualquier aspecto bello de la vida y por lo mismo, se hiciera a lo vulgar, a lo obsceno, para sentir algún pulso en la carne.
Adrián se sentó a una de las muchachas en las piernas y bebieron sin detenerse. El Zapata sentó a la otra a su lado y de inmediato le metió la mano por debajo del pequeño vestido de plástico. Salvador bebió en silencio, quiso llorar, pero se quedó dormido en tanto yo miraba cómo se iba cuajando eso que fuera un caldo hirviendo; veía cómo la fascinación por la mujer de negro crecía en Adrián hasta salírsele por los ojos. No se trataba de fetichismos ni desviaciones de un pervertido, no era compulsión psicológica, se trataba únicamente de ese límite que andaba buscando para celebrar su nacimiento…
Desperté sin saber cuánto había dormido, los meseros fumaban piedra o cigarrillos en la barra y varias putas dormitaban con la cabeza sobre las heladas y agrietadas piernas de otras; la botella estaba por terminarse y el estruendo de Los ángeles negros en el estéreo había suplido al aguacero ¿Dónde está Adrián?, pregunté al Zapata que, escurrido sobre la silla, volteó para señalar hacia el fondo. Bajo débiles luces intermitentes, Adrián y la anciana bailaban abrazados, dando vueltas pesadamente como fuera de ritmo y, sin embargo, dentro de la música. No se miraban, sólo estaban girando lentamente. Desaparecían en la oscuridad y durante breves intervalos se pintaban de rojo y seguían bailando; esa discreción se convirtió, poco a poco, en nada más que una imagen temblorosa. Nadie les prestaba atención, se podía intuir que se trataba de un desprecio rutinario. Imperceptiblemente, la anciana rejuveneció y afloró esa urgencia de suceder a través de una juventud perfecta, de un atractivo y vulgar cuerpo que hacía relucir sus curvas en las sombras. Se reveló un cínico desenfado sexual, casi morboso, que hizo resplandecer a una hermosa jovencita que parecía ávida por cobrarse varias afrentas contra todo lo bueno y bello de la existencia. Terminaron de bailar, ella se acomodó el vestido y tomó su abrigo, caminó directo hacia la salida; pasó junto a nosotros y por un momento se disipó la peste. Hizo a un lado la cortina y el azul pálido de las primeras horas dejó ver lo enajenado y mezquino del lugar. De Adrián, únicamente quedó la imagen de un viejo decadente, vulgar y obsceno, como perteneciente a otro espacio que, momentáneamente, se pintaba de rojo y luego desaparecía. La transformación fue tan escueta y desencantada, tan hecha de banalidad, que nos provocó resignación en lugar de asombro. 
Antes de irse a sentar a la mesa del fondo, el último pulso de Adrián sobre su carne le alcanzó para decirnos, con un ademán de la mano, que nos largáramos. Levanté a Salvador y casi a rastras lo llevamos hasta el auto. El Zapata arrancó y por el retrovisor pude ver cómo el sol, apenas elevado, borraba del horizonte ese antro hecho con mendrugos de seres humanos. Serían alrededor de las seis y media cuando la señal en la radio volvió y nos dimos cuenta de que ya estábamos en el Distrito Federal. Un embotellamiento nos mantenía a giro de rueda, saqué dos cigarrillos, aplasté la cajetilla y los encendimos; aspiré profundo hasta sentir una punzada en el pecho y la garganta. Nada en la ciudad era diferente: las luces navideñas que adornaban las fachadas, prendían y apagaban incansablemente. Los focos en las entradas de las casas estaban aún encendidos. El cielo se había oscurecido y el ambiente se enrareció, como sucede cada fin de año.

9 de septiembre de 2019

Artículo en tres piezas

LA CASA QUE ARDE DE NOCHE

De Ricardo Garibay


La casa que arde de noche, del gran Ricardo Garibay, es una novela terrible-hermosa cuyas dimensiones, lo mismo que la casa a la que hace alusión el título, se amplían y amplifican y se desdoblan en la medida en que el lector lo hace. El tránsito de la casa, de los personajes que la habitan y del lector, se acompasa y profundiza conforme se alcanza el núcleo del argumento; cualquiera puede entrar a la casa, pero sólo algunos pueden saber de sus entrañas, porque este Palacio de la Sabiduría no admite cualquier exceso.
Aun cuando la novela funciona para quien únicamente busca una historia sencilla y un divertimento, más allá de la estructura técnica del texto, la maestría de Garibay está en que la trama, al puro estilo de una parábola,  aparentemente simple, sólo es la fachada de todos los mundos de un universo, de todo lo universal que hay en lo particular de cada individuo. 
Me recordó a Sacrificio de Tarkovski, a la teoría psicoanalítica de las tres mujeres simbólicas que forman la imagen de lo femenino o del ánima en un hombre: la Madre, la Amante y la Esposa; me recordó a El Perseguidor de Cortazar, al cuento El Sur de Borges, al poema El Tigre de W. Blake, a la terrible simetría del Patriarca que hay en cada hombre, en cada mujer, en todo hombre.
Y por lo mismo, similar a lo que sucede con el Complot Mongol de R. Bernal, mientras en México no haya cineastas (y no los hay, ¡por mucho!) de la talla de Tarantino, de Scorsese y ni mencionar a Tarkovski, no habrá adaptaciones que les hagan justicia, en la medida en que el Cine puede alcanzar a tocar a la Literatura.

3 de septiembre de 2019

NADA –NUNCA- SERÁ SUFICIENTE


(dos historias para un mismo cuento) 


I


Julia venía de quién sabe dónde. Llevaba tres meses en la empresa y aunque se tenía santo y seña en su registro, era prácticamente una desconocida, una sin rostro, una de esas nínfulas tardías que han perdido su identidad a fuerza de desgaste, de pasar por tantos sitios dejándose impunemente y, con todo, la juventud se le notaba hasta en los zapatos. Sin que esto la amilanara y como si tuviera el tiempo en contra, para cuando se realizó la cena de fin de año ya se había metido entre las piernas y etcétera, a un gerente, tres ejecutivos, dos oficinistas (en rápidas visitas al comedor) e incluso a un chico de servicio social, durante un tiempo extra en viernes. Las anécdotas se convirtieron en chismes y estos en recipientes de deseos insatisfechos que, por ofensa o ego, acrecentaron los números y las motivaciones. “Es una putita” decían los compañeros en las charlas de cantina; pero no es que bastara con estar presente para que Julia se decidiera a entregarse.
Romo, que nada más de verla había sucumbido a esa manipuladora docilidad que urge al espíritu masculino a convertirse en héroe rosa de best-seller, sentía que su vida se iba a la mierda cada que algún compañero rememoraba, desde la experiencia o la fantasía, su furtiva aventura con Julia; y no tanto porque estuviera celoso o cayera en la peste de la envidia, más bien por el hecho irrefutable de que estaba enamorado de ella y no podía hacer nada al respecto. Sentía dentro de sí -muy a pesar suyo- que era posible rescatarla, que debajo de esa atractiva y prosaica personalidad, de ese cínico desenfado sexual y casi morboso uso del cuerpo, se ocultaba una hermosa mujer asustada frente al desprecio que todo lo bueno y bello de la vida le hicieron desde siempre. Y quizá tuviera razón de no ser porque la naturaleza de Julia carecía de propósitos.
Cuando se le animaba a Romo para intentarlo con ella, siempre respondió que algo vuelto tan común redundaba en un despropósito, pero todo hombre sabe que cuando se trata de una muchacha linda y fácil, el propósito es irrelevante; en todo caso, lo relevante son los motivos personales que te convencen de no hacerlo. Romo sabía que su cursi percepción de las relaciones le impedía ser tan lisonjero, en especial, luego de que todos sus amables intentos de seducirla, a un nivel amoroso, habían fracasado miserablemente. Ella tuvo la cordialidad de no contar nada porque sabía que los desprecios habían sido más un ejercicio de disolución de la voluntad que un rechazo de carácter; que la dignidad de Romo era como la burda reproducción de una pintura apenas sostenida en la pared por la inercia de lo cotidiano. El juego se trataba de llevarlo al límite y convertirlo en pura piel para el invierno.
Como es sabido, en una primera instancia la inmediatez nos conduce a sobredimensionar los hechos, y luego el tiempo termina por llenarlo todo con el polvo de la rutina; así, para cuando llegó la fiesta de fin de año, el brillo de Julia había sido opacado por dos becarias y la más reciente secretaria. A fuerza de burocracia, Romo aprendió a sobrellevar su enamoramiento; no obstante, sentado frente a la computadora de su casa, con varias latas de cerveza ya vacías, se preguntaba si todavía era posible un rescate mutuo y si tendría el valor para sobreponerse a las circunstancias.
Al final de la fiesta de fin de año, cuando la embriaguez había borrado ya cualquier gesto y sólo quedaron las ganas más viscerales, la fragilidad de Julia encontró a Romo metido hasta el fondo de un vaso de brandy barato. Olvidados por los compañeros de la oficina, luego de una breve charla, pidieron un taxi y se marcharon. Esa madrugada la pasaron juntos haciendo el amor hasta que cayeron en un sueño profundo. Más tarde ese día, Romo hizo el recuento de imágenes que la borrachera no se había llevado y encontró que, a pesar de todo lo impostado de su primer encuentro sexual, algo de verdad quedaba revelado en esa cama desecha en dudas. El lunes, al saludarla, supo de cierto que ella también estaba en el mismo tren de pensamiento, aunque algunos vagones más adelante. Nada cambió realmente en cuanto al trato dentro de la oficina, sin embargo, al cabo de unos meses la frecuencia de sus encuentros hizo madurar lo casual y obligó a que Julia cediera, sin remilgos, la supuesta fragilidad que él intuía en ella. Pronto, su intimidad se convirtió en un secreto a voces, las voces en chisme y éste en referencia anecdótica. Pronto, compañeros y jefes, ejecutivos y secretarias, ya sea por clasemediera moral cristiana o por el mismo desgaste, se convencieron de que, sin bien era cierto el pasado bastante cuestionable de Julia, se había vuelto una buena mujer; y que, si él no se merecía algo así, por lo menos “el que por su gusto muere hasta la muerte le sabe” …
Sin importar la insistencia de algunos, las recaídas de Julia disminuyeron considerablemente hasta quedar sólo en rápidas miradas de tonta complicidad y banas coqueterías. Como dictan las buenas costumbres entre compañeros de cantina, se proscribió su persona de cualquier tipo de conversación o tópico y cuando fue absolutamente necesario, se refirieron a ella como “tu mujer” o “la chava del Romo”, sin poderse evadir todavía de cierta incomodidad, como la que siente aquel que suelta una discreta carcajada en medio de un velorio. Romo se hizo experto en evadirse de las alusiones hasta que no hubo más remedio que borrar todo lo que implicara cierto pasado.
No hay amor sin acuerdos. No hay acuerdos sin voluntad. Así que, pasado un año de su primera noche juntos, decidieron que no tenía sentido esperar más y se casaron una mañana de diciembre en Amistad Cristiana, una iglesia y sala de reuniones en Xoco. Julia no tenía familia y Romo apenas veía a su único hermano, por lo que después de una ceremonia llena de narraciones bíblicas (en un inconfundible acento argentino que volvería loca a cualquier recién conversa), pasaron a un discreto festejo entre compañeros de oficina y gimnasio, que concluyó con la noticia de que el Jefe le regalaba a los recién casados -como viaje de luna de miel- una semana en su casa de Tequesquitengo. Julia pensó que era excelente porque conocía el lugar y era bonito y apacible.
A su regreso, la feliz pareja se estableció en una pequeña casa en el barrio de Santo Domingo, misma que Romo decoró: frente al sillón principal de la sala, arriba de la televisión y al centro de la pared, colgó un cuadro que lo había acompañado siempre desde que empezó a trabajar en la oficina; también le recordaba, especialmente, el momento en que decidió que protegería a Julia de cualquier mal tiempo.
Los años y las crisis, los empleados y las pláticas de cantina se sucedieron y durante unas vacaciones de Semana Santa, Romo esperaba la llamada de una compañera de congregación que, desde el hospital, le anunciaría la llegada de su tercer hijo. Acompañado de tres Pall Mall había pasado casi tres horas en silencio, sentado en el sillón principal de la sala, mirando el cuadro colgado por encima del televisor. Pensaba que lo tenía hace mucho y nunca lo había observado con detenimiento; inexplicablemente, ahora le parecía que aparte de la cotidianidad y el recuerdo de Julia metido con calzador, no le significaba nada, porque además ignoraba cualquier asunto relacionado con el arte y, para ser sinceros, hacía tiempo que le venía enfadando su presencia.
Apareció el urgido y molesto sonido del teléfono y así continuó por varios segundos hasta que Romo por fin se levantó y, sin dejar de observar el cuadro, tomó el auricular para escuchar que era niño, que había pesado tantos kilos, que el parto había tenido tales complicaciones, pero que los dos, mama e hijo, estaban fuera ya de peligro; que saliera de inmediato con tales y tales cosas en la maleta. Romo colgó y se fue directo al montón de cachivaches que tenía en la zotehuela para buscar su caja de herramientas, que consistía en un par de desarmadores, dos pinzas y un martillo. Tomó este último y arrastró una silla hasta llegar frente al televisor. Subió y encontró que la burda reproducción colgaba sobre un clavo apenas sostenido por la inercia de lo cotidiano.

UN BREVE Y MORTAL SUEÑO

Novelas para el fin del mundo UN BREVE Y MORTAL SUEÑO (Antonio Mejía Ortiz, México 2019), nos conduce a un viaje a través del alma y la men...