Por: Antonio Mejía Ortiz
“Aquí has venido
siguiendo el molde de tus connacionales que se largaban a París para hacer su
educación sentimental. Por lo menos en España eso se aprende en el burdel y en
los toros, coño.”
Rayuela.
Cap. 13. Julio Cortázar
Primer
tercio.
La Cultura, en el amplio sentido del término,
es aborrecida por las feroces pretensiones totalitarias porque implica
reconocimiento de la identidad y conciencia; reflexión crítica y
responsabilidad. Quien comprende la vida como la posibilidad de expresar los
más altos valores de la naturaleza humana, habrá de alcanzarlos hasta en los
peores momentos de su historia personal. Frente a él, se manifiesta lo sagrado
en dos acciones del más elevado nivel de sabiduría, sublimación y divinidad; el
primero tiene que ver con el sacrificio; el segundo con la misericordia que se traduce
como: perdón, compasión, amor. Sin embargo, quien se sirve de los más bajos
valores del hombre para tratar de imponer una percepción distorsionada o una ideología
arbitraria a toda acción humana, se justifica en formas de pensamiento y
comportamiento masificadas, donde la identidad del individuo no se centra en
las características del mismo, si no en lo externo: los objetos no son a través
del hombre, más bien, el hombre es a través de los objetos que posee, del
sentido superfluo de lo material. No se trata ya del “ser”, se trata del “parecer
ser”, de acuerdo a un prototipo establecido con alevosía. La diferencia entre
esto último y lo que sucede en la naturaleza, la encontramos en dos conceptos:
uno, “la necesariedad”; y dos, la “predeterminación del carácter”, que siendo
innato es infranqueable. La sociedad masificada se rige por la aspiración al
deseo y la apariencia, desde aquello que no es necesario, pero se vuelve
indispensable; y, desde aquello que reemplaza la historicidad del individuo por
la visión maniquea y simplificada de una realidad social que se establece como
norma, no inevitable, más bien incuestionable. En tanto, la naturaleza acontece
necesariamente en la existencia y su unicidad absoluta es múltiple.
Las sociedades modernas están cautivas por urgencias
intelectuales, emotivas y psicológicas ficticias, desechables, que obedecen a tópicos
de moda pertenecientes a ideologías frívolas que establecen un “nuevo orden” de
pequeños guetos normalizados a través del automatismo, el egoísmo, la supresión
de la identidad por una promesa de personalización. Por el contrario, la esencia
de la naturaleza es aceptación de la condición del ser, en tanto la sociedad
masificada es negación de dicha condición. La sociedad del espectáculo o
sociedad del marketing[1], necesita
de una ideología no reflexiva que se base en el ambiguo terreno del panfleto
moral y las demagogias sensibleras, para realizar juicios y condenar –sin
derecho a réplica- en aras de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Así los
detentores del poder (quienes perversamente carecen de rostro), manipulan los placeres
y condicionan todo tipo de deseo para implantar su “nuevo” orden, el cual será
justificado por la “buena voluntad de las mayorías”. Lo anterior es lo que se
encuentra detrás del discurso que intenta prohibir la Fiesta Brava, aun cuando
la argumentación al respecto se ha banalizado hasta límites ridículos e
intransigentes.
Siempre he pensado en la Tauromaquia como la
lidia de las pasiones del hombre, como el performance en el cual acontece el
agón entre la Hybris[2] y
el Hombre, donde éste habrá de trascenderse a sí mismo y actualizar su
conciencia o sucumbir en el anacronismo. Para comprenderlo es necesaria una
mínima intuición acerca de lo sagrado y de los aspectos simbólicos propios del
imaginario colectivo. Cuando hablo de lo “sagrado” me refiero a ello en dos
sentidos: 1) El particular, como el espacio donde se lleva a cabo, sucede y
trasciende lo espiritual y que necesariamente está influido por un estrato divino.
2) El general o secular, como el espacio en la mente del hombre donde sucede la
reconfiguración de la realidad sensible y concreta de la existencia.
Así, la Fiesta brava es un acontecimiento
simbólico de regeneración, reconfiguración y resignificación de energías.
Cuando hablo de “energía” me refiero a los impulsos racionales, instintivos y
químicos del ser humano, inscritos en un medio físico que lo lleva a decidir
tal o cual cosa y no otra, en una circunstancia específica. Por lo mismo y como
fiesta, aun cuando parezca desprovista de todo aspecto sagrado, se presenta como una súbita inmersión en lo informe, en
la vida pura:
“El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones
públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para
interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y
acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra
imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas.
El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto
entre nosotros […] Así pues, la fiesta no es solamente un exceso, un
desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante el año; también
es una revuelta, una súbita inmersión en lo informe, en la vida pura. A través
de la fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se burla
de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí misma […] La
fiesta es un regreso a un estado remoto o indiferenciado, prenatal o presocial,
por decirlo así. Regreso que es también un comienzo, según quiere la dialéctica
inherente a los hechos sociales […] La sociedad comulga consigo misma en la
fiesta.”[3]
El sentido de comunión social en la Fiesta
brava contiene un propósito didáctico al exponer la esencia inevitable de la
existencia a través de una reconfiguración ritual de la vida; sin embargo en
esta modernidad atea de desorientación cientificista y egoísmo antropocéntrico,
esta reconfiguración la hallamos relegada a un recuerdo romántico o como
ficción literaria; y en el peor de los casos, como tendencia pseudo-filosófica
apoyada en percepciones esotéricas. La intuición acerca de lo sagrado y del
ritual se ha conducido a fetiches sensibleros ofrecidos como vanguardias de
supermercado: las formas occidentales del yoga, el taichí o el feng shui, etc.;
la aplicación de la psicología como perversa deconstrucción del subconsciente
para crear consumidores obedientes, por ejemplo. Este fetichismo proviene de
una búsqueda inevitable de equilibrio espiritual, sin embargo, al anular todo
aspecto metafísico cualquier ritual personal queda relegado a una mera
materialidad del comportamiento, donde lo importante no es el tránsito interior
que va del “sí mismo” del hombre hacia la realidad y de allí al universo, sino
cómo los valores externos del hombre son afectados por la apariencia material
de la realidad, ocasionando que el concepto de desprendimiento sea despreciado
por una relación de intereses. La concepción oriental de la realidad no puede
adquirirse en un curso de dos años en la casa de cultura de la comunidad y dicha
concepción no puede separarse del medio que la originó; cuando ésta se traslada
lleva consigo su cosmovisión. Lo que sí puede hacerse es encontrar
correspondencia y retroalimentación entre culturas, pero si tenemos en cuenta
que la visión de mundo en occidente ha sido paulatinamente orillada hacia un pensamiento
positivista voraz, aquellas diferentes formas de conceptualizar la relación con
la existencia, traídas de los pueblos “exóticos” que desde siempre han sido
tratados como colonias, no pasarán de ser fetiches esotéricos para
intelectuales burgueses.
El problema no es, en todo caso, la tendencia
humana hacia la noción de lo sagrado y su posterior expresión ritual, sino la
manipulación del sentido de acuerdo a los intereses personales. La Fiesta brava
es un ritual simbólico, donde la experiencia de la vida se manifiesta en toda
su dimensión. Como dice Albert Boadella: “En
el ruedo, en la plaza de toros suceden casi todas esas cosas, esenciales, que
suceden en la vida. Uno ve en directo el miedo, el pavor, la muerte, la
astucia, la inteligencia, la sangre, el arte, el buen gusto, el mal gusto,
etc., es decir, todos los elementos esenciales que existen en la vida están
allí y en forma real…”[4] La corrida de toros es una metáfora, una
enseñanza ética que propone al público reflexionar sobre aspectos esenciales de
la vida y el arte. En la figura del toro se concentra el símbolo del sacrificio,
como sucede con los héroes míticos, la diferencia es que mientras estos últimos
suceden en el imaginario colectivo, en las corridas de toros confluye el
universo mítico y el mundo del tiempo o “mundo de la vida”.
El apego del hombre contemporáneo a la vida
como posesión material no proviene de la comprensión instintiva de la
existencia, proviene del terror que ocasiona el desconocimiento de lo
trascendental, de esa parte de la existencia que le sucede al plano físico. El
hombre “moderno” se niega a cualquier forma de desprendimiento, de
reconocimiento, de catarsis. Hay una suerte de fijación por retribuciones
inmediatas de pasiones fútiles y placeres superfluos. Así, cuando la propuesta
es enfrentarse a un trance agónico, la respuesta negativa es inmediata y
furibunda, como sucede con un niño encaprichado. Los conceptos se mezclan y
distorsionan, pierden peso y nada es tan significativo como para suprimir el
ego; situación que pone distancia entre el sacrificio y el altruismo pequeño
burgués. El antitaurino menosprecia al animal colocándolo en una categoría
humana de índole inferior, como hacen los “buenos” colonizadores con los
colonizados. A través de su apego material-cosificador y despectivo,
sobrevaloran lo moral para defender a ultranza causas en las que no creen sino
que consideran que es su deber defender. Su finalidad es ayudar para
enaltecerse a sí mismo, venerar para venerarse a sí mismos a través de una
sublimación auto-inducida de la propia “calidad moral”; y al considerar que
resguardan los más altos valores de la naturaleza se olvidan de las condiciones
que rodean el hecho y lo conducen todo hacia un morboso alarmismo, reduciendo
la dimensión del acontecimiento a una sensiblería melodramática. Los grupos
antitaurinos parecen más interesados en crear víctimas y tiranos, que en
solucionar los problemas de relación y comunicación del amplio medio social egoísta,
infantilizado y utilitario.
Ver completo en:
[1] N. A.: En un sentido general, se puede entender como el
resultado de la propaganda que a través de un desquiciado e inmoral
adiestramiento subconsciente por parte del Estado o las corporaciones
internacionales, promueven el ateísmo, el cientificismo, el egoísmo
antropocéntrico y el fetichismo esotérico, para generar un grupo masificado y
al mismo tiempo individualista; sensiblero y materialista, de consumidores
ignorantes, voraces y obedientes.
[2]
La Hibris (en griego antiguo ὕβρις hýbris) es un concepto griego que puede
traducirse como 'desmesura'. No hace referencia a un impulso irracional y
desequilibrado, sino a un intento de transgresión de los límites impuestos por
los dioses a los hombres mortales y terrenales.
[4]
Albert Boadella, Intereconomía tv. Doce mujeres sin piedad
(youtube.com/watch?v=gzMfBta20vo04/05/2012)