La autopista fue sólo tuya, el
auto en complicidad decidió no detenerse. Durante gran parte del camino el auto
parecía moverse solo, tú casi no manejaste. La velocidad con que avanzabas te
hacía pensar que ésta no era una fatal aventura hacia el encuentro con tu
destino, sino la confirmación de un vertiginoso desprendimiento. Al lado de la
carretera el paisaje árido y llano agonizaba conforme el sol, que recién se
levantaba, te daba alcance. No había nada que ver y durante horas no escuchaste
más que el silencio del vacío. Nada qué ver además de una carretera interminable.
Sólo te detuviste un par de pueblos atrás, te dolía la espalda, llevabas demasiado
tiempo sentado. Aprovechaste para revisar el auto que seguía húmedo por el roció de la mañana,
aunque no sabes nada de motores, ni de armas y mucho menos sobre episodios
negros de carretera. Encendiste un cigarro que tiraste luego de unas cuantas
fumadas porque la garganta comenzó a molestarte. Volviste a subir y volvió el
camino.
Entraste a la ciudad alrededor
de las diez de la mañana. No era un lugar feo, pero te desagradó inmediatamente
y deseaste que tu permanencia allí no durara mucho tiempo.
A tu llegada, apenas
encontraste un lugar para desayunar, pero a pesar del hambre que sentías, no
comiste gran cosa, apenas un jugo y un par huevos revueltos con tocino;
mientras la radio, recientemente encendida, tocaba canciones viejas a placer
desde la cocina. Escuchaste a María Luisa Landín y también a Emilio Tuero antes
de salir de aquel desayunadero apestoso y te acordaste de ella, aunque en
realidad nunca dejaste de pensarla; recordaste las palabras dichas la noche
anterior a su partida.
-Si alguien se atreviera a
separarnos te buscaría hasta el final del mundo-. Y ella te dijo que ahí te
esperaría.
Por unos segundos, repasaste en
tu imaginación lo qué ibas a decirle cuando la encontraras y cómo esperabas
hacerlo, pero inmediatamente pensaste que primero necesitabas hallarla. No
podías regresar sin ella y tampoco podías ya regresar a todo eso que era ella y
que eras tú; a todas esas cosas que los conformaban y que les daban significado.
Pero este era el sitio exacto, habías llegado hasta aquí y tenías que localizarla.
Más que por una cursi promesa, se trataba de un pacto. Encontrarla era la única
forma de lacrar una voluntad puesta en marcha.
La gente rápidamente te ubico
como extraño: citadino. Incluso el dueño del merendero, que no te quitó la
vista desde que entraste al local, no pudo resistir y te preguntó con su voz
fuerte y golpeada:
-¿Usted es de la ciudad, no?-.
Tú sólo moviste la cabeza afirmando.
-¿Mucho esmog, mucha gente,
no?- insistió.
-Un poco-. Dijiste seco para cortar,
de una vez por todas, la conversación obligada. Te acomodaste los Ray Ban y tu
pensamiento se fue a otro lado, no volvió a hablarte.
Recorriste las calles por las
avenidas como cualquier turista receloso. No había muchos caminos que andar; la
gente estaba como apagada, eran fantasmas durante el día en una tierra donde parecía
que el tiempo no pasaba o no existía. Sus rostros agrietados y secos se
confundían con la aridez del paisaje. Sólo bastó esta discreta caminata para
que todos se enteraran de que eras un extraño. Buscaste una habitación en el
primer hotel que encontraste y estuviste fumando recostado hasta que la última
luz del atardecer fluyo a través de las cortinas. Dormiste hasta muy entrada la
noche. Más tarde, con las hélices del ventilador abriendo con dificultad el
humor del pueblo que se metía a la fuerza por la ventana; y con el cuerpo bañado
en sudor, recordaste en orden cronológico todos tus días con ella, tratando de recrear
los momentos tan exactamente como pudiste.
Para cuando las hélices te trajeron
de vuelta, las sombras, el calor y los moscos, entraban igual que las luces de bares
y antros que anunciaban el momento en que la ciudad cobraba vida. Miraste por
la ventana cómo camionetas y autos lujosos (o lo que ellos suponían lujoso), salían
de todas partes hacia la zona “roja”, como si hubieran estado agazapados
durante el día, esperando este momento. Tomaste la chamarra de cuero y la 9mm,
que semanas antes le habías robado a tu
primo y saliste. Compraste una cajetilla de cigarros y encendiste uno
rápidamente. Aquel sitio era completamente distinto bajo la luna, seres
extraños emergían de todas procedencias. Observaste a las prostitutas sin
detenerte pero con minucioso cuidado, esperando verla en alguna de esas calles corruptas
y desechadas; o por lo menos, encontrar algo que te dijera a dónde se había metido
y hacia dónde te dirigías tú. Te buscaré hasta el fin del mundo, fueron tus
palabras y ella dijo que allí te
esperaría.
Comenzó a dolerte la cabeza y
parecía que te estallaban los ojos; estabas cansado y los dolores dieron paso a
un estado de alerta psicótica. Sentías en el estomago ese malestar propio de
quien ha traspasado sus límites y estabas terriblemente desesperado, cuando la
encontraste cogiendo al lado de un vistoso letrero de neón que anunciaba un
miserable antro. En un callejón maloliente y seboso, un tipo vulgar la
penetraba lascivamente, mientras ella, a ojos cerrados, hundía sus dedos en la
vagina que meses antes fuera sólo tuya, con inmenso goce, pero sobre todo con
extraordinaria alegría. Entonces, algo dentro de ti se rompió y dejó escapar un
infinito abatimiento y, al mismo tiempo, placer en iguales proporciones. Fue en
ese instante que de veras te sentiste extraviado, fuera de lugar e
impresionantemente solo. Te acercaste con cautela y tomaste su mano, sólo esto
la hizo volver en sí, aunque no te reconoció enseguida.
-¿Tú?-.
-Sí, yo-.
-¿Por qué viniste?-.
-Te dije que te buscaría hasta
el fin del mundo, pero no me esperabas ¿verdad?-. Sonreíste nervioso.
-¡Ay! ¡Pobrecito, pobrecito!-
Un grave empujón te lanzó al
suelo. De manera instintiva tomaste la 9mm, botaste el seguro mientras cortabas
cartucho y todo lo demás fue sangre y trozos de piel lacerada. La presión que
tenías en el pecho, te hizo sollozar.
-Hijo de tu pinche madre-.
Escuchaste y un dolor agudo se esparció por todo tu cerebro. El rostro de ella
se perdió en la oscuridad de la inconsciencia.
El auto donde ibas sólo corrió
durante algunos minutos, sin embargo, la madrugada te había alcanzado. No sabías la
hora exacta pero arrodillado como estabas a mitad del llano, te pareció que
sólo con tu mirada alcanzabas a ver todas las constelaciones, que tu cuerpo se
fundía con el horizonte y un extraño pensamiento vino a ti inesperadamente: “A
estas horas ya estarán apagadas todas las luces en mi casa”. Miraste por última vez tu
rostro en un fugaz recuerdo. Ojos cerrados, escuchaste una estruendosa y
resonante explosión, un ensordecedor ruido que no ha terminado...