CAPÍTULO 2
El caos es oscuridad. Y nuestra condena es
jugar ajedrez con la muerte. No ser nunca nadie. Que Dios a fuerza de albedrío,
a fuerza de esa lógica imperturbable dominada por los adoradores de sí mismos,
nos deje con el saludo en la boca.
Nuestra condena es el destierro al que nos
obligaron aquellos que hicieron la juventud únicamente suya, que en el influjo
de cada día se ceban en la esencia de las cosas, en la naturaleza visible e
invisible del mundo de la vida y se apropian sin reservas, como dice Tomás
Segovia, a ti que te gusta tanto, hasta de nuestra puta tristeza ¿Y qué hacemos
los hijos bastardos de este siglo? ¿De qué nos alimentamos sino de negros
pájaros de rencor y resentimiento, de remordimientos y terrores, que a diario
te dicen que es demasiado grave la herida para salvarte; que es imposible
liberarte del recuerdo de esa mujer que en el precario equilibrio de la memoria
siempre devuelve tu sonrisa con un seco desprecio sin gestos y parte hacia el
amor, hacia el sexo, hacia el amor, hacia las mezquinas manos de algún privilegiado,
dejándote más triste que un zapato olvidado que cuelga de un cable.
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Vamos a la caza del tiempo que perdimos
creyendo en nuestros veinte años. Dejo de jugar con gatillo de la pistola, ya
sabes, haces presión esperando que-se-no-se dispare y queden embarradas sobre
la mugre de la pared todos esos que podrías haber sido. Pienso que este no es
el punto límite que espero y me despabilo de estos malos días. Miro a lo lejos
a través de la ventana, el cielo nublado se abre… diría que a unas cuantas
horas de distancia… y me parece que veo la reproducción vieja y percudida de
una pintura, una de las tantas que mi abuela colgaba orgullosa en las paredes
de su casa. No puedo desprenderme de mi educación católica, pienso que allá
está sucediendo un milagro mientras acá seguimos solos. Guardo la Beretta como hacen los protagonistas en
la televisión o en la pantalla de los cines y no me avergüenzo, me convenzo de
que es mejor de esta manera. Me pongo la camisa y el abrigo; tomo los Ray Ban falsos y tiento pegada a mi
pecho la cajetilla de cigarros. Enciendo uno y toda percepción se esfuma con la
primera bocanada…
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Miro el cuadro del auto, mantengo desde hace
varios kilómetros una velocidad constante y mi pensamiento anda al paso. Miro
el cuadro del auto y estamos a punto de quedarnos sin gasolina y mi pensamiento
anda al paso, pero está a punto de quedarse sin impulso, algo de combustión
interna le hace falta. Tengo entumido el cuello y un martilleo leve pero
interminable detrás de la cabeza. Los cigarrillos me saben a jugo gástrico, no
hemos comido en todo el día. No podíamos detenernos, la noche, la Ciudad, este
nuestro destino ha dejado de una vez por todas las pendejadas y se abre para que
entremos completamente en nuestras pesadillas. No me engaño, nada en esta
historia le pertenece a mis convicciones, soy apenas un pretexto, un peón
sacrificado para que algún mediocre imbécil al final sea coronado con la chica
hermosa. Sé que apenas soy una sombra para la esperanza.
El mentol del cigarro que fuma la chica a mi
lado entra por mi nariz y derrama las ideas que son como una enfermedad que
padezco desde hace años. Se terminó la gasolina, si vas a secuestrarme, sé un
caballero y cómprame por lo menos un café y un par de cajetillas de cigarros,
me dice mientras me acerco a la gasolinería. Le pido al chico que llene el
tanque y pago con billetes que ella me ofrece de una pequeña bolsa negra de
plástico. Una vez cargados meto el arma en la guantera y bajo a comprar café y
varias cajetillas de cigarros en la tienda de veinticuatro horas. Adentro, los
chicos que atienden el sucio local se mueven como señores feudales dentro de
ese miserable establecimiento que es su tormento, con esa autosuficiencia que
tienen los supervisores. Pienso que nada nos queda entre las ideologías de moda
y la libertad de supermercado. Que mi mentalidad burocrática no tiene cuerpo,
que estamos esclavizados en una rapidez vacía, que nuestro simpáticos gestos no
tienen significado y que en realidad nos vamos muriendo de nada. Pago y echo un
vistazo a las revistas del corazón y me avergüenza salir con las manos llenas
de envidia. Afuera encuentro a la chica de los tacones escarlata recargada en
el auto rodeada de tres malditos pretensiosos de pantalones ajustados, mocasines
de gamuza, ridículos bigotes y sombreritos idiotas.
Galantean con ella y le encienden otro
cigarrillo. al irme acercando siento cómo el miedo comienza de nuevo a
relatarme la vida, este es el que te tiene secuestrada, pregunta uno, deberías
por el bien de todos dejarla con nosotros, me dice otro mientras el tercero me
abraza con firmeza como reclamando el territorio, sabes que es peligroso fumar
aquí, podrías incendiarlo todo, le comento apenas levantando la mirada –mi
estómago arde- súbete, ya nos vamos, ¡hey, compañero, porque no te vas a la chingada!,
me dice uno de ellos, dejo los cafés sobre el toldo y le entrego unos Benson mentolados, meto las manos al
abrigo para sacar las llaves ¡Qué no oíste, que te fueras a la chingada! Me dice
otro y de inmediato le estrello mi puño en la boca, siento cómo un par de
dientes se clavan en mis dedos y con ese impulso me retraigo para deformarle el
parpado al que está a mi derecha, el tercero me golpea justo en el pómulo y
entonces aquello se vuelve una danza burda de agitados esfuerzos por mantenerme
en pie y ellos por derribarme, finalmente cedo a sus intenciones; me arrojo
sobre uno de ellos y ya encima le destrozo el rostro como un maniático, los
otros se incorporan, me toman del cabello, detesto que me pateen con mocasines
y sandalias, me siguen pateando las costillas, cada vez más débilmente,
gritando que lo suelte y yo sé que si lo hago estoy acabado.
Se acercan los empleados para separarnos, los
tres tipos suben a un convertible y eso en verdad que me fastidia. Se largan. Espero
todavía un rato en el suelo que a pesar de la hora sigue cálido y a estas
alturas me comienzo a sentir un poco fatigado de cargar con mi vida. El coraje se
combustiona y efervescen las lágrimas y sé que no podré contenerme. Entonces
ella tira el cigarro, lo aplasta suavemente y se acerca para cubrirme con su
sombra; desprecio el mundo, me dice, se hinca para tomarme de la mano, vámonos,
no pienso abandonarte, contigo llevo todo lo mío. Me es inevitable acariciarle
el rostro y mancho su maquillaje de sangre, sombras y polvo, comprendo que he
recibido toda la compasión y el consuelo que el hombre necesita de la mujer. Le
sonrío levemente y ella entiende que con ese gesto ha recibido la aprobación
que toda mujer necesita del hombre. Me incorporo con el cuerpo molido y subimos
al auto. El rostro me punza pero no es dolor sino una sentencia
-necesito ponerle un nombre a ese rostro-
-dime como quieras… “Tennesse”-
Lo aceptamos. Giro la llave. Enciendo el auto.