29 de octubre de 2019

CADA NOCHE BAJO EL ÁRBOL ES EL FIN DEL MUNDO

A mis abuelas... A mi madre

De aquel día y de aquella hora, nadie sabe,
ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, 
sino sólo el Padre. Mateo 24, v 36

El día siguiente al fin de los tiempos el cielo estaba nublado, únicamente se escuchó el trinar de ocho canarios repartidos en dos jaulas y el maullar de tres gatos que jugaban antes de tomar una siesta. El rocío de la madrugada permaneció en las hojas y pétalos de flores y plantas que, en grandes macetones, hacían una larga fila debajo de los ventanales. El patio estaba lleno de ramaje del enorme pino que atravesaba la cocina, sin embargo, el día siguiente al fin de los tiempos no hubo viento que lo dispersara; el agua de las piletas siguió fría y, a veces, cuando una gota caía en ella, hizo ondulaciones discretas y luego siguió vibrando, aunque ya no era su materia lo que vibraba. Los relojes, que estaban atrasados, marcaron la hora; el sonido de los segunderos no se perdió, por el contrario, se hizo robusto porque no había segundos ni horas, el tiempo al fin se había desvanecido. Y si uno se fijaba detenidamente, aún se podía ver a las hormigas, ir y venir, juntando provisiones para el invierno, sin percatarse de que las fechas y las estaciones, los años y los días, habían desaparecido.

El día siguiente al fin de los tiempos, el tío Miguel se levantó, se vistió y tendió su cama. Fue a lavarse el rostro, el cuello y las manos; se peinó cuidadosamente su ya escaso cabello, saco la bolsa de croquetas, tomó la escoba y el recogedor, abrió todas las ventanas y antes de sacar, limpiar y colgar las jaulas de los canarios, antes de salir a barrer y lavar el patio, antes de darle de comer a los gatos y cambiarles el agua, se prometió que apenas terminara, pondría todos los relojes en la hora exacta.

El día siguiente al fin de los tiempos, Don Manuel se levantó, se vistió con los dos pantalones y los dos suéteres que siempre usaba y se calzó las botas. Encendió la consola, no pudo sintonizar nada y pensó que, al fin, después de tantos años se había descompuesto, así que dejó la casa en silencio. Puso a calentar agua, lavó los trastes del día anterior, los secó y los acomodó de nuevo en la mesa; luego se entretuvo haciendo el desayuno: huevos estrellados, frijoles negros refritos hechos a mano con un poco de manteca, cebolla y rodajas de chile verde; pan y café de olla con leche.

El día siguiente al fin de los tiempos, la Señora Gloria se levantó, revisó su máquina de oxígeno y se dijo que pasado mañana tendría que cambiar de tanque. Fue a limpiarse el rostro, el cuello y las manos; peinó cuidadosa y tranquilamente su cabello, se puso las medias, el fondo y después la falda, la blusa de tela gruesa y el suéter de lana. Una palomita de San Juan entró a la habitación y se quedó inmóvil cerca de las veladoras, sobre el San Antonio que tenía en el pequeño altar improvisado, frente al espejo de la cómoda: Crucifijos, Trinidades y Estampillas de Santos, con Biblias y Rosarios e imágenes de Cristo y la Virgen María, que guardaban desde que eran jóvenes. Tendió la cama y se dedicó a doblar ropa (siempre había prendas por doblar sobre la cama), hasta que el desayuno estuvo listo. A veces, con las yemas de los dedos, se detenía a contemplar las carpetas que había tejido en las tardes de lluvia o durante las esperas largas en el seguro social. No recordó cuáles estaban adornando los sillones el día anterior, miró hacia el fondo, más allá del comedor, donde se encontraba la sala y no distinguió gran cosa, porque hacía tiempo que sus ojos ya no veían el mundo, más bien, lo suponían.

El día siguiente al fin de los tiempos, la Señora Gloria, Don Manuel y el tío Miguel, desayunaron huevos estrellados, frijoles negros refritos hechos a mano con un poco de manteca, cebolla y rodajas de chile verde, pan y café de olla con leche. Desayunaron en silencio porque habían tenido la vida entera para agotar las conversaciones casuales. Porque se sabían hasta mecánicamente sus malos humores, sus prejuicios, sus dolores e incluso aquello que podría ocasionarles guasa. Porque, a veces, con más o menos hijos, con nietos y bisnietos o solos como ahora, realizaron esta rutina por más de cuarenta años. Porque al paso del tiempo, luego de agotar las palabras en amenas y efusivas pláticas de sobremesa con la familia grande, que duraban hasta bien entrada la madrugada, comprendieron que el silencio era el estado natural de las emociones y los pensamientos; que darse a entender era un acto no de la lengua sino del instinto. Y, finalmente, porque aun cuando ellos no lo supieran, el vocabulario del mundo se había desvanecido el día siguiente al fin de los tiempos.

Cuando terminaron, abrió el cielo y Don Manuel levantó los trastes, los lavó de inmediato, metió la jarra de leche al refrigerador y encima la sartén con los frijolitos que habían quedado; dejó la olla de café en el centro de la mesa, recogió las migajas de pan y por la ventana las echó al patio para que los pajaritos silvestres bajaran a comérselas, pero ninguno vino. Después, fue a buscar sus herramientas y sacó de debajo de la escalera, de entre un montón de fierros viejos y pedacería de todo tipo, un banco de madera que llevaba quince días arreglando y en el patio se dedicó a ello, parando brevemente para dar un par de sorbos al aguardiente que escondía entre el mundo de chatarra que acumuló durante los varios empleos que tuvo, luego de ser liquidado por la fábrica de papel La Fama. 

Como en toda casa antigua, las ventanas eran grandes y los techos altos. A esa hora de la mañana el pino que atravesaba la cocina dejaba pasar el sol justo para llamarlo resolana, ésta caía agradablemente sobre un extremo del amplio sillón que habían comprado a un libanés en siete pagos; allí se sentó el tío Miguel y la gran gata blanca se echó en sus piernas mientras los dos machos dormían sobre la cornisa. La Señora Gloria fue a buscar las carpetas, las llevó a la sala para cambiar las que ya estaban y ayudándose con los dedos apreció cómo se veían; estuvo platicando con su tío sobre la gente de antes y de cómo el baldío se había convertido en un amasijo de casas sin sentido y proles descarriadas. Luego durmieron un poco, él sentado donde estaba y ella en el sillón de enfrente, como hacía pasando el mediodía. 

El sol caminó desde el zaguán de la entrada hasta los lavaderos y las nubes se fueron acercando. Los gatos maullaron sutilmente pidiendo su ración de croquetas y esto despertó al tío Miguel que olió cómo los frijoles refritos se recalentaban en la estufa. Gloría, anda, ya levántate que es la hora de la comida, dijo con su voz matizada por la edad, antes de salir para alimentar a sus mascotas. La Señora Gloria se levantó y camino hasta el comedor donde ya los esperaban un plato de sopa de fideo, tortitas de papa, frijoles recalentados y tortillas, además de agua de guayaba. Comieron apaciblemente, masticando lento pues eran tan pocos sus dientes; tratando de disfrutar cada bocado, no se percataron de que los minuteros al fin se habían detenido. El tío Miguel pidió otra tortita de papa y Don Manuel se la negó diciéndole que el dinero de su pensión le alcanzaba únicamente para dos, que si quería podía servirse más agua y echó una estruendosa carcajada que estremeció las taras del silencio; don Miguel enumeraba, entre rabietas, todas y cada una de sus aportaciones desde el día en que había entregado a su sobrina en la Iglesia para ser desposada; ella misma tomó las dos tortitas que sobraban, le sirvió una a su tío y se quedó con la otra. Se pelearon todavía un rato y para cuando las sombras borraron el reflejo del mundo en los espejos de la casa, ya hablaban de aquellas veces que las tías viejas venían de visita, de cómo y por qué murieron cada una, de todas las travesuras y cosas que hacían para defender el apellido en contra de vecinas o nueras, de cómo habían sido mujeres muy desgraciadas pasando de soldaderas a recoger fruta podrida, en el mercado de La Merced, para alimentar a sus hijos. Luego comentaron, como repaso habitual, que tenían que juntar el dinero para pagar la perpetuidad en el panteón y evitar que echaran los huesos de los familiares a la fosa común y también, para que ellos mismos tuvieran donde ser enterrados.

Antes de meter a los canarios, Don Manuel les cantó un breve lingo lilingo, aprovechó para cubrir con un plástico el banco que arreglaba y fumarse un Delicado sin filtro en tanto el último rastro de calor sobre la tierra se extinguía. Metió las jaulas y debajo de la tela polar las acomodó no sin antes asegurarse de que tuvieran agua limpia y suficiente alpiste para la noche. Los canarios revolotearon un par de veces y se quedaron quietos, acurrucados bajo sus diminutas alas. El tío Miguel cogió una cubeta llena de agua y fue regando las macetas, procurando mojar la mayor cantidad de hojas. Limpió el arenero de los gatos y espero cinco minutos a que uno bajara del improvisado techo de lámina sobre la pileta. Pensó que iba siendo hora de echar otro piso en el patio porque llevaban ya mucho tiempo andando sobre las mismas grietas. La señora Gloria cerró todas las ventanas para que no pasara la intemperie y encendió las amarillentas luces. Entraron todos y no hubo más afuera.

Calentaron de nuevo la olla del café y lo bebieron contemplando el vacío que se acrecentó desde que no regresaron sus hijos, los hijos de sus hijos ni los hijos de sus nietos. Creyeron que llovía, sin embargo, se trataba de las pequeñas ramas del pino que caían suavemente sobre la geometría del asbesto. El tío Miguel fue a su pequeñísima habitación, se desvistió colocando su marchitada ropa, perfectamente doblada, sobre una silla al lado de la cabecera y se metió a las cobijas. Uno de los gatos se acostó entre sus piernas y de inmediato se quedó dormido; el otro fue a meterse bajo su brazo y ronroneo con aprensión durante un rato hasta que lo venció el sueño. La gata se recostó como esfinge al borde de la cama con el rostro hacia la puerta de la entrada. Cerró los ojos, pero no estaba dormida. Frente a la cama, encima del ropero, una falsa vela emitía su débil luz roja, apenas alumbrando la representación del Ecce Homo.

Don Manuel se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada, apagó las luces y se fue a la cama, se quitó la ropa dejándola hecha bola en un rincón y comentó que le seguía molestando la pierna derecha; se pegó a la pared con las cobijas hasta el cuello y roncó como un bendito. La Señora Gloria se desvistió serenamente frente a su lámpara, regresó las carpetas tejidas a su lugar y se puso el salto de cama blanco y encima, un suéter tejido de lana. Se ocupó de doblar con cuidado su ropa, sacó el Rosario de la bolsa de su mandil y en seguida guardó todo en un cajón de la cómoda; durante algunos minutos se peinó mirándose el cabello con ojos prácticamente ciegos. Al recostarse, aunque tuvo alguna dificultad para respirar, no duró mucho, y después logró conciliar el sueño. La tenue luz de lámpara quedó encendida como todas las noches, porque nunca le agradó estar completamente a oscuras.

El día siguiente al fin de los tiempos todavía no terminaba y se nubló de nuevo. Ya no se escuchó el trinar de canarios repartidos en dos jaulas, ni el maullar de tres gatos que a esa hora soñaban; y el rocío del sereno aún no caía sobre las hojas ni los pétalos de flores y plantas; y no hubo viento que precipitara el ramaje del enorme pino sobre el patio; y aunque el agua de la pileta se enfrió, no había mano que lo verificara, que provocara en ella ondulaciones discretas, porque estaba dejando de ser materia. Y ya no hubo segundos ni horas, finalmente el tiempo no vibraba; y toda idea acerca de las fechas y las estaciones, de los años y los días, desapareció el día siguiente al fin de los tiempos.

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