23 de febrero de 2010

TARKOVSKI (Filmografía de la contemplación)

Si observáramos detalladamente la vida comprenderíamos que se trata de la resignificación, reafirmación y sublimación de un horizonte que presentimos irreductible.
El deseo -como enunciado de las potencias vitales- hace referencia en ese ideal al que nos consagramos de forma consciente o inconsciente a través del sacrificio del desprendimiento o del “palacio de los excesos”; sus distintos aspectos forman parte de una misma esencia realizadora. Andréy Tarkovski (1932-1986), director de cine, actor y escritor, uno de los más importantes e influyentes autores del cine de todos los tiempos, lo comprendió muy pronto y construyó su poética cinematográfica bajo éste credo. Entendió que la forma de llegar a una realización totalizadora del Ser era la insistencia en el detalle puntual y casi obsesivo de su vocación: esculpir el tiempo.

Su filmografía muestra la purificación de sus personajes como individuos. El tema es el mismo: la voluntad humana, la esencia de lo verdadero frente a las apariencias materiales del mundo. La sublimación en que podemos intervenir directamente por medio de las pasiones o de la razón, contrapuesto a un sistema que intenta suprimir la individualidad y la identidad por una promesa de bienestar común, homogéneo y alienado. La queja constante al mundo por su aburguesamiento y panfletarismo, percepción que en gran medida proviene de su experiencia de vida en la Unión Soviética. Esto desde una contemplación racional y analítica del fenómeno de la vida pero permitiéndose arrebatar por los pulsos que la conforman: Eros, Tánatos y Psique.


La multiplicidad, la réplica, el espejo, la reiteración del aspecto metafísico de los elementos naturales e incluso los constantes tropiezos -literalmente hablando- de sus personajes (acción retomada por Kieslowski luego), la enfermedad, el fuego que purga y las cenizas, etcétera, son características del enfrentamiento con la verdad del inconsciente; puerta de entrada a uno mismo, a ese “otro que es yo”, escribía A. Rimbaud. Así, en la esfera de la conciencia onírica, del trance lúcido en la vigilia o la fractura de la conciencia crítica, desentraña la paz del silencio y de allí se desprende el entramado infinito e inagotable del éxtasis del tiempo.

La filmografía de Andréy Tarkovski, comparte una misma esencia poética que no proviene sólo de un aspecto técnico, cuya precisión milimétrica es espectacular: el acomodo puntual y dinámico de cuadro en cuadro; la técnica visceral y purificada, pero nunca estilizada ni sensiblera. La contención y la plástica de la fotografía en el punto exacto para retratar la belleza con madurez. Los planos y secuencias en constante dialéctica: el cuidado extremo de la relación entre lo que dice y el modo cinematográfico de decirlo (1). Conforme nos internamos en todos y cada uno de sus filmes presentimos la construcción dramática y filosófica de un argumento que se mueve desde la Rusia zarista hasta la zona post-apocalíptica, desde los confines del universo hasta los confines del vacío que habita una casa olvidada por los acontecimientos y las circunstancias.


Sus obras, interconectadas por medio de conceptos de su “interioridad profunda”, son diferentes aristas de un mismo fenómeno: el individuo como ente universal y el devenir de sus errores de carácter como ser humano; cuando el hombre se enfrenta a su realidad intenta, como diría el zorro de El principito: domesticarla; pero al mismo tiempo se domestica él mismo, aunque al hombre no le interesa más orden que el suyo. Sin embargo Tarkovski no inventa el universo, lo redescubre, lo mira: Mirar es detenerse en la contemplación. Contemplar es ver lo invisible (2). Su referente es la realidad que conocemos. Nos muestra que la victoria no está en conseguir lo deseado sino en el proceso que llevamos a cabo para llegar allí. Asimismo la relación del Humano con sus trances más íntimos y por ende inexplorados.


La filmografía de Tarkovski no es muy extensa (La infancia de Ivan, Andréy Rubliov, Solaris, El espejo, La zona, Nostalgia y Sacrificio) pero sí es amplia en cuanto a la exploración de lo sagrado que nos habita y que al mundo habita (3). En tanto algunos cineastas intentan mostrarnos su percepción acerca de ciertos eventos de la realidad, Tarkovski muestra el mundo del tiempo mediante una cadena sin fin de significaciones donde confluyen los elementos trágicos del Orden de la Creación; mismo que conforman una “suma teológica”, una epifanía o revelación de esa vida que es la vida otra y que existe en el tiempo y para el tiempo, a fin de ser descubierta en los días de nuestro instante (4), como bien apunta Manuel Capetillo. Así, siguiendo las mutaciones del héroe mítico de J. Campbell, su propósito es alcanzar la trascendencia llevando hasta las últimas consecuencias su revelación, arrancarla de la existencia, hebra por hebra, para luego otorgárselo al hombre, como hace cada uno de sus personajes principales, todas esas miradas distintas que son en realidad una misma declaración de principios ante el viaje hacia lo desconocido, declaración que nos cuestiona: ¿Qué clase de mundo es éste,  si un loco os dice, que deberíais estar avergonzados?(5)

Notas
1.- La sacralidad y la poética en la cinematografía de Andrei Tarkovski. Capetillo, Manuel. Laberinto, 2010. p 42
2.- ibídem p. 34
3.- ibíd. p 44
4.- ibíd. p 33
5.- Nostalgia. Tarkovski, Andréy. Italia y Unión Soviética,1983



Bibliografía
Esculpir el tiempo. Tarkovski, Andréy. UNAM, 2009

La sacralidad y la poética en la cinematografía de Andrei Tarkovski. Capetillo, Manuel. Laberinto, 2010

17 de febrero de 2010

Vidas en la basura

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YO SÓLO NACÍ PARA CHINGAR
-PERO A TU MADRE, ¿SÍ LA RESPETAS VERDAD?



La actitud paternalista y servicial que la sociedad civil mexicana ha tenido durante siglos, no es gratuita, si tomamos en cuenta la forma en que se relaciona con aquellos poderes, en quienes se delega confianza para llevar a cabo las tareas necesarias de progreso y bienestar en todos sentidos. Dichos poderes que son de naturaleza más bien abstracta y por tanto inaprehensibles, se encuentran concretamente en instituciones políticas, religiosas, comerciales y sociales. Ya que por un lado, el ansia de poder que tienen unos cuantos (siempre los mismos), impiden que madure la sociedad mexicana; y por otro lado, la sociedad misma, se haya metida en un círculo vicioso, donde le es más fácil convertirse en victima que en agente creador. Así, tampoco es gratuito el gusto exacerbado del pueblo mexicano por los melodramas lacrimoso, que siempre tiende a confundir con tragedias.
El estado se dedica a engañar, casi siempre para mal, a la sociedad civil, mientras que ésta última, permite ser engañada; sea porque le conviene o por temor de provocar a una fuerza frente a la cual está en completo desamparo; todos recordamos casos, de evidente corrupción, pecado y abuso de poder como nepotismo, fraudes, caciquismo y en general todo tipo de actos de impunidad, que han sido de consecuencias nefastas para el denunciante. Como para que ahora los esnobs de la consciencia y la intelectualidad, vengan a decirnos que si no denunciamos también somos delincuentes, ¡pues qué pasó!, si la inseguridad en la inmediatez de las circunstancias no implica complicidad. Y esto porque nadie quiere hacerse responsable de su accionar ni de su consciencia, situación que dista mucho de la propaganda moralista, promovida en televisión, por los hipócritas de “las buenas costumbres” y el “buen gusto”. Se trata más bien de una actitud de lógica primaria, de consciencia individual y de sentido común, frente al acontecimiento que compartimos con el otro. Esta deformada percepción de la realidad se esparce a lo largo y ancho de todas las formas en que se desarrolla la cultura de nuestro país, de eso que somos: México.
La nación mexicana, se comporta como una gran familia abstraída de una película de Sara García y Pedro Infante (no por nada, ídolos de multitudes). Donde la madre, representada por las creencias, religiosas o seculares, nos consuela desde el sufrimiento y la abnegación, desde aquello que representa la mujer para el mexicano: sublimación distorsionada, que obliga a las dos partes a despojarse de su identidad individual, en aras de un ideal, sólo virtualmente alcanzado. Pero dicho ideal no puede permanecer inmutable, la realidad vital nos obliga a la transformación; de ahí que toda imposición, tarde o temprano, tiende a desgastarse. Así, está relación idílica llega al momento en que se deteriora y se corrompe, de maneras tan bizarras como extraordinarias. Sin embargo, el detalle está en la perspectiva que cada quien tiene de ese ente glorificado: la madre; objeto de culto, que por lo tanto, no puede ni debe mostrar señales de consciencia individual y mucho menos de identidad personal. La madre debe ser lo que debe ser, pero no puede cuestionarse quién es. Y si bien, nadie niega, ni cuestiona el lugar elevado que tiene, la forma en que nos relacionamos con ella es completamente distinta al ser hijo, que al ser padre. El hijo y el padre comparten su adoración, pero el padre, como protector y cuidador de la deidad, como único ser que fue capaz de haber penetrado la santidad, adquiere por autoproclamación, el lugar del dios todopoderoso que además tiene licencia para tener una actitud llena de vicios, mientras mantenga la integridad dentro del santuario de la sagrada familia, cosa que casi nunca sucede.
Por su parte, el hijo tiene un comportamiento de puberto, aun cuando ya roza los cuarenta años, como le sucedía a Pedro Infante en “La oveja negra”. A pesar de ser todo un cabrón en la vida, todavía tiene que voltearse hacia la pared, para no fumar frente al padre. Al final lo que representa la mujer, sólo sirve como forma de dominación pasiva; al morir el padre o ser asesinado al estilo edípico, la dominación activa pasa a manos del hijo, que literalmente se ha rajado la madre para hacerse respetar. Es aquí donde entra la actitud de siervo que tiene el mexicano, según Octavio Paz. Una vez relegado el padre de su trono, muerto simbólica o literalmente, lo que el hijo pone en marcha es su rencor, el recelo, toda la aversión y la saña que ha guardado; lejos de superar, han decidido no olvidar y ha de cobrárselo a la vida, representada por su relación con “el otro”. No desea realizar su individualidad en la vida, quiere despojar al otro de las oportunidades de realización, o en otras palabras, una vez que fueron chingados, quieren ahora chingar. De ahí que el medio para progresar en el imaginario social mexicano sea chingar al otro: el que no tranza, no avanza. Y así todas las formas de corrupción y descomposición social, llegan a todas las esferas de la vida en México, lastimando al millonario tanto como al miserable, al intelectual como al analfabeta. El hijo al convertirse en padre, no exalta sus virtudes individuales y las virtudes de su pueblo, serán lastimadas, limitadas e impedidas, utilizando los diferentes rostros de la violencia, para asegurarse el control del poder, que no podría sustentar de otra manera. Al irse refinando las condiciones del yugo, la eliminación queda supeditada a casos especiales, de lo que se trata ahora es de la adhesión al sistema, es decir, lograr que -como la madre-, los otros consientan la dominación, la supresión de la identidad y en general, acepten la mentira como verdad, ya no sólo irrefutable, sino encarnada.
Cada integrante de la familia, es decir, cada actor nacional, tiene un punto de vista de aquello que se llama: el discurso. El discurso nacionalista de corte chovinista, que está conformado por aquello sagrado e intangible: Los valores de nación, que son usados en su abstracción para justificar todo tipo de actividades fuera de la ley por parte de los gobiernos. Dicho discurso habla del estado ideal de las cosas y funciona como catalizador de los sueños y esperanzas, que tiene la sociedad acerca de un más allá que sería inversamente proporcional a la vida en el tiempo o de un ente: La nación. En función de lo cual, debe uno despojarse de su individualidad y sus derechos. Así las personas soportan condiciones miserables de vida y esperan retribución después de ésta última. Cosa que por supuesto no tiene razón de ser, ya que el sentido de la vida se encuentra en la vida misma y sólo al construirse una identidad propia y común, al andar. Encontramos también, el discurso oficial, paternalista, opresor por naturaleza; y aunque en cierta medida es necesario para mantener los parámetros de bienestar social, al corromperse suscita la descomposición de la realidad social. La comprensión de la opresión, se vuelve represión irracional, sobre todo cuando, quienes detentan el poder del estado, lo hacen con ineficacia, fanatismo e ineptitud, propias de quien no ha podido superar su ego infantil. Sin embargo, mantiene a muerte dos premisas que les aseguran el control del poder: la institucionalización de la mentira como realidad social y, la violencia, pasiva o activa, para mantener la enajenación popular. El hijo acepta esta forma de dominación y la hace suya al segmentar a la sociedad en pequeños grupos marginales, que lejos de pugnar por el reconocimiento de los distintos espectros de la naturaleza humana, buscan legalizar las “microsociedades especiales”, sin percatarse de que alimentan el racismo, la discriminación, la segregación, la exclusión y en general, el aislamiento.
Al final, se encuentra el discurso de los miserables, ese que nadie quiere escuchar, que está callado, oculto, aun dentro de quienes lo alimentan con sudor y sangre. Sin embargo, la problemática del mexicano es que acepta los otros discursos y en eso sustenta su vida, pero el rencor social, el odio, la desconfianza y el prejuicio, crecen y van pudriéndolo todo. Hasta que un día, se ha acostumbrado a vivir en condiciones deplorables, con miedo y por ende, propenso a la violencia propia o ajena; se acostumbra a vivir chingando y esperar así, que lo chinguen; chinga a quien se deje chingar, pero acata servilmente las disposiciones divinas, seculares o religiosas. Y como los siervos, aprovecha cualquier coyuntura, no para mejorar las condiciones de vida, sino para chingar al patrón en la medida que se pueda. Parecido a la cadena alimenticia, pero con la plena conciencia de la inconsciencia y la irresponsabilidad, con ignorancia y cerrazón; es la enfermedad del poder, sin el poder.
El engaño, la mentira, el abuso en todos sentidos y en todas las formas de vida es cosa de todos los días. Los niños crecen en un ambiente donde las peores condiciones del ser humano son exaltadas; mientras la nobleza personal, es vista como estupidez y debilidad, cosa que obliga al individuo a endurecer y violentar su carácter. El mexicano se ha acostumbrado a soportar lo peor en su vida, así como a pasar por alto lo peor de su persona, amén de una promesa mal comprendida y alterada de perdón, misericordia y bendición, sobre lo que supone es su derecho. Asimismo, a fuerza de ausencia de acción, se ha acostumbrado a soportar y aceptar por verdad, lo que todos saben que es mentira, en lo individual, lo social, lo político y lo nacional, tanto como en lo religioso. Quedándole únicamente las formas catárticas de violencia controlada a las que puede acceder, no sin dificultad; que también domina el estado, mismo que promueve la adicción y posteriormente la represión moralista desde el discurso oficial: el sexo y entretenimiento popular depurado.
No es gratuito que las antiguas carpas y personajes como “el peladito”, la crítica política con humor, las formas populares del albur y en general las diferentes manifestaciones culturales artísticas de la perrada, así como la realidad social de ciertos grupos de contracultura que nacieron de la única posibilidad de expresión que tenían al alcance, hayan casi desaparecido o se hayan atenuado en manos de apadrinados, recomendados y protegidos, hasta volverse inofensivos. El estado, protector y paternalista, se especializa en atenuar las expresiones de identidad individual, que nacen en el seno de la necesidad descarnada y no en las ilusiones sensibleras de los activistas de la buena onda y el mundo mejor. Sin embargo, la sociedad civil, independientemente de sus posturas e ideales de clase, está despertando a una consciencia de la otredad. Frente al desamparo del estado y la constante amenaza que significa la vida en el país, los habitantes comienzan a comprender que la consciencia es un arma trascendente, de donde manan otras posibilidades de organización y acción y así, obliga al estado a ser eficaz. Expone la hipocresía y la mentira del discurso oficial. Y aunque muchos desean ser engañados, cuando el establishment se ufana al decir: Yo sólo nací para chingar. De nuevo hay quien conteste: Pero a tu madre, ¿sí la respetas, verdad? Y ahí está el detalle de este blog, dedicado a mostrar las opiniones de sus colaboradores, acerca de distintos aspectos frívolos y profundos, de la realidad cultural mexicana, desde nuestra terrible subjetividad, evitando los fanatismos, las sensiblerías y las concesiones. Retando a la realidad a engañarnos

Editorial

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