O, CARLOS
REYGADAS: En un país de ciegos el tuerto es rey
Por Antonio Mejía Ortiz
En
ocasiones es mejor estar desfasado que a la moda, sobre todo cuando se trata de
hacer un juicio crítico, porque la distancia provee de una perspectiva más
amplia, y como yo he estado desfasado siempre, ahora que viene la temporada de
premiaciones, me atrevo a compartir algunas reflexiones sobre Carlos Reygadas y
su tristemente célebre Post tenebras lux,
melodrama burgués hecho a partir de un sinnúmero de clichés del cine de
culto, el cual después de pensarlo y ejercitar la paciencia, tuve por fin el
disgusto de ver. Considero que un año es tiempo suficiente para poder emitir
una opinión clara y bien templada. La película causó polémica en el Festival de
Cine de Cannes y en México bastó para qué la mayor parte de la crítica mexicana
por frivolidad, conveniencia o simple servilismo, estableciera lamentablemente,
que era un parámetro de calidad, transgresión y vanguardia. Sin embargo, estoy
seguro que no pocos estarán de acuerdo conmigo en que se trata de lo contrario.
Nos
encontramos en una época donde los paradigmas que revolucionaron la percepción
del arte en el siglo XX, han sido negados para encaminarse hacia una
redefinición de aquello que conforma la identidad de uno u otra expresión
artística; desde la negación de los absolutos hasta la negación del objeto
artístico, haciendo a un lado las formalidades académicas, enciclopédicas o
tradicionales (al menos así va el discurso), los creadores se concentran cada
vez más en la expresividad matérica de un acontecimiento sensible, incluso
fracturando la comunicación figurativa o directa con el espectador, convencidos
de la importancia de no inducir la experiencia de quien se confronta con un
hecho estético. Esto ha provocado una multiplicidad de visiones y formas de
concebir los procesos creativos, logrando hasta cierto punto que el arte por
fin se encuentre al alcance de todos, más todavía cuando las herramientas
necesarias de producción son bastante accesibles. Sin embargo, como es de imaginarse,
lo anterior no implica que las posibilidades, las oportunidades y los espacios
de difusión sean las mismas para todos, sobre todo en México donde vivimos una
cultura de supermercado y donde la realidad del artista es la misma que la de
un empleado en oficina burocrática; así como unos ciudadanos “son más iguales
que otros”, hay artistas que son “más artistas que otros”, título designado por
las cúpulas sin rostro que dominan el nivel de proyección de las creaciones,
dividiendo a la comunidad artística entre los que se ciñen a las perversas
reglas del juego y serán promovidos, becados o apoyados tarde o temprano;
quienes se niegan a seguir los manipuladores lineamientos de escuelas, talleres,
estilos o líneas del mercado y por lo mismo son marginados de los escenarios
significantes y obligados a vivir como exiliados del arte; y los “figurines”
que por la caprichosa voluntad de un selecto grupo de snobs y neo-déspotas
ilustrados han sido designados como representantes de una corriente o tendencia
en boga, siendo el caso de Michel Franco,
Eugenio Derbez y Carlos Reygadas, por ejemplo.
La
negación que hacen los artistas de preceptos establecidos en la búsqueda de una
redefinición que no olvida ni menosprecia la historia personal ni el devenir
histórico del arte, sino por el contrario intenta hacer a un lado los
artificios para resaltar las características irreductibles de cada experiencia
artística, genera como daño colateral un grupo de aduladores sin talento,
devotos y simpatizantes a ultranza que sin haber llevado a cabo el extenuante y
descarnado proceso de reflexión crítica que precede a una poética personal, se
ciñen y toman como suya una visión de mundo, sólo a partir de las formas, sin
escudriñar en los contenidos y con el único propósito de satisfacer el ego
personal, todavía más, cuando los elitistas poderes fácticos de la cultura en
México encuentran en ello un blasón para divulgar una ideología o realizar un
buen negocio. No quiero decir que esto suceda exactamente con Carlos Reygadas,
los procesos, motivos y fines de su, a mi parecer, muy limitada forma de hacer
películas que obviamente pretenden ser de culto, sólo él los conoce. Al mismo
tiempo, una serie de voces “autorizadas” pero sustentadas en la inconsistencia
del gusto, se dedican a defender a creadores de esta índole, no sólo
ferozmente, sino con desproporcionadas celebraciones, lo cual es todavía más
triste y empobrece las virtudes, si las hay, de su trabajo fílmico. El vacío de
sentido, la carencia o desprecio por el talento y la masificación de
frivolidades mediáticas de la cultura pop, aunado a la desaforada protección de
ciertos ramplones y aburridos personajes del medio artístico, conducen a la
creación de “frankensteins” hechos con la pedacería material de lo que el
mexicano promedio considera como expresiones artísticas y asimismo, al
adiestramiento sensiblero y enajenado que distorsiona la sensibilidad
perceptiva, ocasionando por un mezquino ejercicio de la profesión o por una
abyecto entendimiento de los elementos que definen las cualidades de una obra
artística, que se eliminen las insalvables diferencias, para equiparar, en el
clímax de la excitación del adoctrinamiento, a C. Reygadas con James Joyce o A.
Tarkovski, por ejemplo, como ridículamente hace Javier Betancourt en su nota de
Proceso (http://www.proceso.com.mx Cultura y espectáculos. 14/XII/2012)
El
desprecio, desconocimiento o desinterés por conceptos tradicionales como los
géneros, propicia una confusión de conceptos que recae en un libertinaje de
pensamiento, donde el valor de una obra no reside en lo que proyecta sino en el
consenso arbitrario que las “voces autorizadas” (léase los detentores del discurso
oficial) dicen que proyecta. Con todo, el resultado de una búsqueda de la
verdad, expuesto a través de un soporte, difiere y es totalmente distinto a la
parafernalia efectista utilizada por muchos autonombrados artistas. Mientras grandes
maestros del cine como Ingmar Berman utilizan los medios propios de su arte
para conseguir la mayor expresividad visual de un discurso que proviene de una
reflexión personal sobre la realidad, otros de mucho menor calidad utilizan las
herramientas técnicas, las formas y los estilos, como una manera de compensar
la propia pobreza imaginatoria, técnica y/o argumentativa; de tal suerte que
mientras el primero utiliza el color, el ritmo, el tono, la forma particular de
actuación, el montaje, etc., por una necesariedad expresiva y de sentido, para
el segundo es un efecto que remite a una referencia ya establecida que lo
libera de la responsabilidad de componer una referencia personal -que no sea la
ineficacia discursiva- que apuntale los niveles de sentido. Así, aun cuando en
apariencia se asemejen, la traducción que se hace desde la narrativa personal
de un filme de Ingmar Bergman o Bela Tarr, es radicalmente distinta a lo que se
podría rescatar de una película de Carlos Reygadas, situación no definida por
el gusto sino por la cantidad y calidad de las insinuaciones simbólicas.
Desde
Japón, con una falsa humildad y
utilizando las formas del cine culto, Reygadas no ha hecho más que artificiosos
melodramas idealistas burgueses de mal gusto, que satisfacen y se ajustan a la
ideología de los intelectuales orgánicos y snobs por aspiración o cuna, quienes
calman su conciencia al sentir que a través de películas con una visión
reduccionista de la idiosincrasia, con historias de ensimismamiento ligth y con
una pretensiosa y aparente reflexión metafísica, complementan la visión de una
sociedad ficticia que sólo existe en sus cabezas, de modo que toda opinión
distinta es automáticamente registrada como prueba de psicologías y valores transgredidos.
Así, mientras los grandes creadores expresan aspectos de la naturaleza humana
que se sobreponen a sus limitaciones morales para acceder a la esencia de la
dimensión cósmica, es decir, ética; mientras estos se refieren al tránsito de
la psique a través del mundo del tiempo y erigen a sus personajes como héroes
de sí mismos y por ende de la humanidad, aun cuando el universos de sus
historias sea muy particular, Reygadas muestra o en el mejor de los casos
expone sentimientos superficiales y contraposiciones básicas, a través de una
anécdota mal contada y llena de descuidos, fetiches personales, efectos
moralistas mal hechos y deficientes actuaciones. Una explicación detallada
sería una labor más extensa y hasta cierto punto sin sentido puesto que es
obvio (el que tenga ojos que vea, el que tenga oídos que escuche). En todo caso
hay ejemplos de cineastas con una visión honesta y una poética personal que han
sido relegados, desde el gran Arturo Ripstein, pasando por Jaime Humberto
Hermosillo -a quien considero mucho mejor que el laureado Almodóvar-, hasta
Fernando Eimbke o varios de los creadores que presentaron sus trabajos en la
Semana de cine mexicano independiente.
No
es mi intención desprestigiar a Carlos Reygadas, ahora mismo sería tanto como
tratar de abofetear al cine mexicano, sin embargo encuentro en la crítica
mexicana una desbordada admiración, así como una cantidad indiscriminada de
elaborados elogios que, frente a los estándares nacionales e internacionales,
históricos y actuales, tanto en los aspectos narrativos, como técnicos y hasta
de poéticas personales, suenan a vulgar fanatismo; comentarios sólo superados
por la campaña mediática que Televisa realizó recientemente en la promoción de No se aceptan devoluciones de E. Derbez.
Cabe aclarar que en la contemporánea realidad mexicana, independientemente de
la calidad, cuando los reflectores caen de esa manera sobre algo o alguien
nunca es bueno, porque significa que el estado lo ha asimilado como parte del
discurso oficial. Nada tienen qué ver estos comentarios con el tan mentado
“complejo del cangrejo” como podría pensar algún obtuso de mente corta, tienen
qué ver con una necesidad de reconocer una circunstancia paradójica donde los
mercenarios del arte, los burócratas de la cultura, ponen tan bajos los
estándares de calidad y al mismo tiempo obstruyen y hacen elitistas las
oportunidades de proyección, provocando un contexto creativo mezquino, servil,
de masas, donde se celebra como triunfo nacional la película mediocre de un
comediante mediocre y se pasa completamente inadvertido el interesante filme de
hechura mexicana de Alfonso Cuarón (Gravity);
donde se minimizan los alcances de películas como Nosotros los nobles de Gary Alazraki o 5 de Mayo de Rafa Lara, pero se maximizan, como prueba de
trascendencia, las baratas polémicas de talk
show que giraron en torno a Post
tenebras lux. Donde son protegidos los argumentos facilones de moda,
superficiales pero con apariencia de profundos y con sentido social, al mismo
tiempo que se menosprecian las narrativas bien delimitadas y contextualizadas,
que desarrollan sin parafernalias una condición humana, como sucedió con Después de Lucía y Año bisiesto, respectivamente. Donde cada año los mismos personajes
y las producciones mexicanas de similar hechura monopolizan la cartelera,
mientras otros creadores y producciones independientes reciben precaria
distribución y nulo apoyo. Reitero que no hablo de gustos, cada quien es libre
de gustar lo que desee siempre y cuando no violente al otro; hablo de las
políticas culturales y de los dueños del discurso oficial del medio artístico
que impunemente encumbran a unos y obstruyen a otros, claro está que aquí el
menos culpable es Reygadas, que en un país de ciegos ha sido convertido en rey.